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Actualizado: 20 de junio de 2025
Como durante el día, Petrov unas veces no se atrevía a moverse y parecía un cadáver, y otras sacudía todo el cuerpo, como si temblara de frío. Todo su horror se concentraba en su madre, en la pobre vieja de cara pálida. No pensaba ya que fuera cómplice de los médicos que querían perderle. Ni siquiera razonaba el horror que le inspiraba; pero temía ver su cara y oírle decir: «¡Hijito mío!»
Cuando Pomerantzev hubo conseguido que todos los enfermos se sentasen en semicírculo, la señora de los cabellos sueltos propuso de repente que se jugase un rato al anillo, y no hubo ya tribunal posible. Media hora después, Pomerantzev y Petrov charlaban amistosamente, como si nada hubiera ocurrido: habían olvidado por completo su desavenencia.
Petrov, considerablemente calmado después del ataque de la víspera, miraba fijamente, ora a los pájaros, ora al médico. Guardaba un silencio tenaz. Pomerantzev también había enmudecido, y con gesto severo miraba a lo alto. Se está bien ahora en casa dijo con una voz que parecía, no se sabe por qué, de asombro . No estaría mal tomar ahora te. ¡Vuelan aquí! dijo Petrov.
A las cuatro, cuando se hizo salir un rato a los enfermos a tomar el aire, las avenidas estaban completamente secas, el suelo parecía de piedra y las hojas caídas crujían bajo las pisadas. El doctor, Pomerantzev y Petrov se paseaban a lo largo de la avenida.
El viento acariciaba su barba entrecana. Una vez se le acercó lentamente Petrov y le preguntó con voz queda: ¿Hay alguien detrás de la puerta? ¿Quién es?... ¡Es necesario que la abran! ¡Qué tontería! ¿Y si entra cuando usted la abre? Es necesario que la abran. ¿Cómo se llama usted? No lo sé.
Petrov se rió recelosamente y, apretando el pedazo de hielo que llevaba en el bolsillo, volvió de puntillas a su sitio, detrás de un árbol, donde se sentía en seguridad relativa en caso de un ataque súbito. En general, los enfermos charlaban mucho y se complacían en la charla; pero apenas habían cambiado las primeras palabras, no se escuchaban ya los unos a los otros, y hablaba cada uno para sí.
Pomerantzev, indignado al oír tales acusaciones, retrocedió unos cuantos pasos, tendió solemnemente la mano derecha y dijo con voz grave: ¡Señor Petrov, es usted un monstruo! No volveré nunca a darle a usted la mano. Voy a pedir a nuestros compañeros que juzguen su conducta innoble. Y, en efecto, dio al punto principio a la organización de un tribunal. Pero la tentativa fracasó.
¡Se engaña usted! ¡Yo sí que la conozco! Pues está ahí, detrás de la puerta. La oigo. ¿Quiere usted que la sorprendamos? Y los dos, cogidos de las manos, se acercaban lentamente, de puntillas, a la puerta. Petrov la abría bruscamente. ¡Se ha escapado! decía con tono triunfal . Ha oído nuestra conversación y ha huido. ¡Oh, son el diablo! Es muy difícil sorprenderlas.
De esta suerte, tamborileando y andando con paso marcial, avanzaba delante del doctor y de Petrov, que, inconscientemente, seguían el compás. Petrov se estrechaba contra el doctor y miraba con ansia, volviendo la cabeza, la bandada de grajos en el cielo frío y a cada momento más obscuro. ¡Tam-tara-ta-tam! ¡Tam-tara-ta-tam!
La antevíspera, por la noche, había llegado a decirle: ¡Es usted un hombre muy desgraciado, Petrov! A Petrov le complació mucho oír aquellas palabras de verdad y de compasión, mucho más apreciables sabiendo, como sabía él perfectamente, que el doctor era un vulgar egoísta, un borracho y un libertino, que había fundado su clínica con el único objeto de explotar a los imbéciles.
Palabra del Dia
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