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Actualizado: 1 de junio de 2025
Ciertos dineros no muy lucidos que se salvaron del desastre casi por milagro sirvieron a la viuda de Peralvillo para poner la tienda acuática antes descrita; y entre aquellos cuatro fementidos trastos la infeliz mujer se mecía otra vez en locas ilusiones, pensando en volver a ser favorecida de la fortuna, para sacar del comercio pequeñito un tráfico grande y rico.
El señor César Juque, pequeñito y un tanto afeminado, no es demasiado ridículo; un joven cándido no se presta jamás a la risa. El señor César Juque va a casa de la señorita Givendolen Lorys, llamada Chadd no se sabe por qué.
Cuando terminaron, la niña le miró: «No tengo la culpa de que usted haya esperado tanto: ha sido mamá ¡que es tan pesada!» El joven contestó con otra mirada indiferente y fría y entró en el gabinete. La niña salió de la sala con un nuevo desengaño en el corazón. Era el célebre doctor Ibarra un anciano fresco y sonrosado, pequeñito, con ojos vivos y escrutadores, todo vestido de negro.
El escritorio era lindo y pequeñito, como los que usan las señoras; butacas de formas diversas, forradas de telas preciosas; una fumadora; candelabros de plata tallados en el siglo pasado; las paredes forradas de damasco encarnado; en el balcón persiana de estilo modernísimo; sobre una butaca un sombrero cordobés de alas anchas y rectas; en el suelo un par de botas de montar, con las espuelas puestas aún; sobre el escritorio, en vez de papeles, un cajón abierto de cigarros habanos y un revólver niquelado.
El escultor levantó vivamente la cabeza. ¿Qué señas tenía ese niño? Pues yo no he reparado bien... Era rojito él y blanco. ¿Cuántos años tendría? Tampoco puedo decirle... Era pequeñito... ¿Pero iba en brazos? Ca, no, señor; andaba él solo perfectamente. Lo llevaba la mujer de la mano. ¿Tendría cuatro años? Por ahí... por ahí... Mario se alzó agitado y preguntó con anheló: ¿Qué traje llevaba?
Y un inglés pequeñito continuó Maltrana , que usted habrá visto con su traje a cuadros y su pipa, derramaba lágrimas en la copa, repitiendo con una incoherencia obstinada de beodo: «Yo he entrado en el buque con el corazón puro, y puro quiero sacarlo de él...». El mayordomo entraba a cada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía.
Aunque unitario por simpatía, nunca se metió en dibujos políticos y pasó la mayor parte de su vida doblado sobre el trabajo, sin más distracciones que llevar el pendón de la cofradía, de que era protector, o las andas del santo, en la procesión del titular, porque era creyente de boca abierta, y chismorrear en el citado mentidero. ¡Quién le ha visto con el escapulario sobre el pecho, pequeñito y regordete, avanzar entre dos hileras de cirios, sudando bajo el peso del aparatoso estandarte, tan hinchado y satisfecho de su papel, que parecía creer que el incienso y las genuflexiones se ofrecían a su excelsa persona!
4 Mirad también las naves, siendo tan grandes, y siendo llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por dondequiera que quisiere la gana del que gobierna. 5 Así también, la lengua es un miembro pequeñito, y se gloría de grandes cosas. He aquí, un pequeño fuego ¡cuán grande bosque enciende! 6 Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad.
Cornias era un mozo pequeñito de cuerpo y bizco de ambos ojos, nacido y criado en Villavieja. Desde muchachuelo anduvo en la botica para ciertos menesteres mecánicos. Entendía algo de cosas de la mar, porque era hijo de un pescador y de una sardinera. Cuando Leto tuvo un bote, Cornias se le cuidaba y le servía de marinero.
Sin ser preciosa, no es fea, y hasta se parece bastante a un bombón pequeñito, rosado y apetitoso. Lo que le da sobre todo ese aspecto es la falta de expresión de su mirada. Sus ojos grises están invariablemente tranquilos y como fijos en el blanco lechoso que los rodea.
Palabra del Dia
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