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Volví a leerla, y ahora me pareció la prosa anticuada de un moralista cansado; cada palabra se había vuelto como un carbón apagado. Me acosté y soñé que estaba lejos, más allá de Pekín, en las fronteras de Tartaria, en el kiosco de un convento de Lamas, oyendo máximas prudentes y suaves que brotaban como un aroma fino de , de los labios de un Buda vivo. Transcurrió un mes.

»Allí saben perfectamente que en Pekín no hay palacios; que cada legación tiene el suyo propio, como importante elemento de instalación y de influencia. ¡Mas en la corte del Czar se desatienden los más serios intereses de la civilización rusa! Todo lo dicho es lo único nuevo que acontece en Pekín y en las legaciones.

Contentaos con saber que la acción tiene lugar en cierta época de los anales del mundo, comprendida entre el incendio de Troya por los griegos y el del palacio de estío, de Pekín, por el ejército inglés: dos memorables etapas de la civilización europea.

Al principio seguimos un camino, formado por el tránsito de las caravanas, atravesado por enormes losas de mármol arrancadas de la antigua Vía Imperial. Después pasamos el puente de Palitas. Corrimos a la orilla de canales de agua negra; comenzaron a aparecer pomares y aldeas anidadas al pie de una pagoda, y de repente, en un recodo del camino, me paré asombrado. ¡Pekín estaba delante de !

Además, él recordaba haber visto en la puerta de una pagoda una cabra negra andando hacia atrás. ¡La noche sería terrorífica! ¡Y su pobre mujer, el hueso de su hueso, que estaba tan lejos, allá en Pekín! ¿Y ahora, Sa-Tó? le pregunté. Ahora... ¡Vuestra señoría!... Ahora... Callóse, y su figura escuálida temblaba, agazapándose como un perro que se le amenaza con el látigo.

El alegre padre Loriot, que iba en misión a Pekín, llevó esta carta que yo lacré con el sello del convento: una cruz saliendo de un corazón inflamado. Los días pasaban.

Las montañas de fines de agosto en Pekín, son muy apacibles; ya vaga en el aire una calma otoñal; a esa hora, el consejero Mariskoff y los oficiales de la legación estaban siempre en la cancillería, despachando el correo de San Petersburgo.

Al día siguiente, encerrado con el general en uno de los dos kioscos del jardín, le conté mi lamentable historia y los motivos fabulosos que me impulsaron a venir a Pekín. El héroe me escuchaba silencioso, retorciéndose sombríamente su espeso bigote de cosaco. ¿Sabe usted el idioma chino? me preguntó de repente, clavando en sus pupilas sagaces.

En Tung-Chou quedé sorprendido al ver la escolta de cosacos que mandaba a mi encuentro el viejo general Camilloff, heróico oficial de las campañas del Asia Central, y entonces embajador de Rusia en Pekín. Me habían recomendado a él como un sér precioso y raro.

El venerable ruso, frunciendo su nariz de pico de milano, me opuso aún otras objeciones que yo veía levantarse ante mi deseo como las murallas mismas de Pekín; ninguna señora de la familia de Ti-Chin-Fú consentiría en casarse con un extranjero; y sería imposible, absolutamente imposible, que el emperador, el Hijo del Sol, concediese a un extraño los honores privilegiados de un Mandarín.