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Actualizado: 3 de junio de 2025
Una rica litera me esperaba a la puerta de Ung-Tsen-Men, para conducirme a través de Pekín, hasta la residencia militar de Camilloff. Ahora, la muralla, vista de cerca, parecía levantarse hasta los cielos con todo el horror de una construcción bíblica.
El primero y principal era éste: «Todo lo justo no puede ser», al cual servía de corolario este otro: «Lo justo no cabe por ninguna parte». Después había otros de menos importancia, pero igualmente inflexibles; por ejemplo: «Con un sí me planto yo en Pekín». «El cuándo no existía al comenzar el mundo». De aquí que Martinán no admitiese en la discusión ni síes ni cuándos, lo cual como debe suponerse hacía extremadamente embarazosa y molesta la posición de sus contrarios.
Me parece que veo sus puertas sin vidrieras, tapizadas con los últimos percales recibidos, cuyas piezas avanzaban dos o tres metros al exterior sobre la pared de la calle; y entre las piezas de percal, la pieza de pekín lustroso de medio ancho, clavada también en el muro, inflándose con el viento y lista para que la mano de la marchanta conocedora apreciase la calidad del género entre el índice y el pulgar, sin obligación de penetrar a la tienda.
Así es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del Príncipe. La Princesa y sus amigas lo fueron más aún casadas con aquellos hombres tan lindos. El Rey Venturoso abdicó, y se fue a vivir a la corte de su yerno, que estaba en Pekín.
Entonces invadió a mi alma una melancolía que el silencio de aquellas alturas, envolviendo a Pekín, hacía más desolada; era como un cansancio de mí mismo, un largo pensar de mi sentir; allí, aislado, absorto en aquel mundo duro y bárbaro.
Palabra del Dia
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