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Actualizado: 17 de julio de 2025
Un cuarto de hora hacía que el abate costeaba el muro del castillo de Longueval, cuando llegó a la puerta de entrada, que se apoyaba alta y maciza sobre dos enormes pilares de viejas piedras ennegrecidas y roídas por el tiempo. El cura se detuvo y miró con tristeza los grandes avisos azules pegados a los pilares.
Los cabellos, antes empapados y pegados a la frente, comenzaban a revolar ligeros en torno de sus sienes; su ropa humeaba aún, pero ya el benéfico calorcillo, penetrándola, le restituía la acostumbrada soltura.
Cuando más embebidos se hallaban en ella, sin hacer caso bendito de los gritos y campanillazos que sonaban detrás de la puerta, ábrese ésta con estrépito y aparece la majestuosa figura de don Rosendo Belinchón, en un estado de trastorno difícil de pintar, los cabellos revueltos, algunos de ellos pegados a la frente por el sudor, las mejillas inflamadas, los ojos vidriosos, el nudo de la corbata en el cogote.
Esta ruina llegó a tal punto que hay quien asegura haberle visto pegando calcografías en los cristales en compañía de aquella niña grande y, lo que es más absurdo, ella dando a la cuerda sujeta a un árbol por el otro cabo y él con las mejillas inflamadas y los cabellos pegados a la frente saltando y gritando «¡tocino! ¡tocino!» Realmente hay cosas que la imaginación no puede representarse.
El coro daba lástima con las escasas voces de los tímidos y los comodones que, pegados al asiento y no pudiendo vivir lejos de él, habían reconocido al rey intruso. El segundo cardenal de Borbón, el dulce e insignificante don Luis María, estaba en Cádiz, de regente del reino.
Su respiración comenzó a ser menos agitada. Abriose su boca, absorbiendo el aire con grandes y ruidosas aspiraciones; la nariz se dilató desmesuradamente, chocando después sus alillas al contraerse. Comenzaron a descender en intensidad los estremecimientos; los músculos cesaron de contraerse. Los brazos se extendieron pegados a las piernas inmóviles.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él.
Esteban dio órdenes a la vieja para que bajase a la ciudad en busca de leche, y cuando iba a sentarse al lado de su hermano, se abrió la puerta que daba al claustro, asomando por ella una cabeza de hombre joven. ¡Buenos días, tío! exclamó. Tenía un perfil achatado y perruno; los ojos eran de malicia, y peinaba lustrosos tufos pegados arriba de las orejas. Pasa perdido, pasa dijo el Vara de palo.
Las bayonetas brillaban al sol, el cañon de los fusiles se calentaba y las hojas de salvia, puestas en los capacetes, apenas bastaban para amortiguar los efectos del mortífero sol de Mayo. Privados del uso de sus brazos y pegados unos á otros para economizar cuerda, los presos marchaban casi todos descubiertos y descalzos: el que mejor, tenía un pañuelo atado en torno de la cabeza.
Al través de la mitad de estos cristales se veían también bollos, libras de chocolate y algunas naranjas; y decimos la mitad de los cristales, porque la otra mitad no existía, siendo sustituida por pedazos de papel escrito, perfectamente pegados con obleas encarnadas.
Palabra del Dia
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