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Actualizado: 9 de octubre de 2025


Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infundía el pavor irracional de los niños, que adivinan peligros cuya extensión ignoran.

Pero los hermanos eran duros de oreja, y seguían tirando. De pronto se inició en la turba el pavor de la fuga. Corrieron todos cuesta abajo, cobardes y valientes, empujándose unos a otros, atropellándose, como si les azotasen las espaldas aquellos disparos que seguían conmoviendo la plaza desierta. Juanón y los más enérgicos, contuvieron al doblar una esquina el torrente de hombres.

La inclinaba sobre el hombro derecho, al mismo tiempo que sus ojos seguían mirando hacia la izquierda con una fijeza inquietante, como si contemplasen algo que la infundía pavor. Las pupilas se dilataban; la boca entreabríase con el temblor de las mandíbulas o se cerraba oprimiendo la lengua.

¿Por qué el despojo de este ser inquieto No se resigna al misterioso olvido, Y el mundo deja con pavor secreto Mirando atras con ojo amortecido? Es porque el alma en nuestro ser revive Guardando el ojo una piadosa gota, Que hasta en la tumba la natura vive Y el fuego estinto de cenizas brota.

¡El último viaje!... Tòni admiró su barco como si lo viese bajo una nueva luz, descubriéndole bellezas nunca sospechadas, lamentando como un enamorado la rapidez con que transcurrían los días y se aproximaba el momento doloroso de la separación. Nunca había sido el piloto tan activo en su vigilancia. Sus supersticiones de navegante le infundían cierto pavor.

Toda aquella gente de los arrabales, al verse en las tinieblas de la noche, con la casa inundada, perdió la calma burlona de que había hecho alarde durante el día. La dominaba el pavor de lo sobrenatural y buscaba con infantil ansiedad una protección, un poder fuerte que atajase el peligro.

Todo lo sabían aquellas criaturas, a pesar de sus pocos años, como si al cogerse al pezón de la nodriza hubiesen comenzado a hojear el primer libro. Sus juicios resonaban terribles, inexorables, concisos, capaces de hacer temblar de pavor las mesas del café. Casi todos los escritores españoles eran atunes, besugos o percebes: género marítimo que sólo podía gustar a paladares groseros.

¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen de Araceli, la de Fuensanta, la del Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan! Las piernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor y discípulo no parece, yo no me atrevo a decírselo a la señora. Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluir la batalla. Andará por cualquier lado.

El era un señorito, un intelectual, una futura eminencia. ¿Qué dirían sus amigos, aquellos camaradas de café, si le veían en la calle cargado como un mandadero?... Pero Isidro hizo un gesto de indiferencia, a pesar del pavor que le inspiraban estos encuentros. Que hablasen lo que quisieran: deseaba ayudarla, servirla de algo.

Las gentes aterradas se dieron a huir sin tino, unos hácia el presbiterio, otros al Sagrario, los mas á las calles inmediatas. La mayor parte de los capitulares y ministros del coro huyeron tambien sobrecogidos de pavor.

Palabra del Dia

reclinándose

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