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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Míster Robert llevaba los libros, trataba con los clientes, discutía transacciones; era el poder legislativo y ejecutivo del escritorio. El otro tenía sólo los honores de pantalla: llegaba después de las doce, siempre soñoliento; oía bostezando la relación que, por mera fórmula, hacía el inglés, plantado en su alto sitial; recorría los periódicos, mientras venían los amigos...
Veían las cocinas con los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y muchas fotografías.
Y don Pablo Aquiles que escuchaba, en silencioso coloquio con las cigüeñas de la pantalla, cerró el capítulo de las lamentaciones de su hermana, exclamando sentenciosamente: Lo que hay, Casilda, lo que hay, es que los pillos reciben su recompensa en este mundo y los buenos tienen que esperar al otro para alcanzarla, y según es ésta de problemática y aquélla de positiva, casi le vienen a uno ganas de encanallarse, ya que de los pillos es el reino de la tierra.
Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no se puede mentir: cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los rostros familiares, para caer en extática felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ese, uno tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor o seamos más explícitos: con María Elvira Funes.
Pero Laura apartó rápidamente la mirada, sonrió con su dulzura habitual, y abrazando la almohada, acomodó en ella su cara dolorida. Adriana ya no pudo interrogarla. A poco se quedó dormida. La pantalla verde, muy caída sobre la lámpara, en el velador, ponía grandes penumbras en el resto de la habitación. Detrás de Adriana estaba Carmen, que había entrado silenciosamente.
Feliciana había salido a abrir con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla, encaró Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces habían visto sus ojos. Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a ella como a sobrenatural aparición.
Había hecho de la sala despacho y oficina, y trabajaba en ella, a la luz de una lámpara con pantalla verde que derramaba un círculo de claridad sobre la mesa. Un hombre acompañaba a Melchor, trabajando con él en la misma mesa.
Jacinta no quitaba sus ojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía, si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramente la una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puerta del Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. En la alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.
Y como si temiese que la otra encontrase la distinción harto metafísica, apresuróse a torcer un poco el camino, añadiendo prontamente: No creas, por eso, que me niego también a contribuir a los fines de la asociación como una de tantas... Sé muy bien que lo de socorrer a los heridos es una pantalla; que se trata de preparar al ejército... No importa: yo también contribuiré a ello, pero sin disfrazarlo de obra caritativa... Lo hago, porque he visto nacer al príncipe y le miro y le quiero como cosa mía; y lo hago, sobre todo, porque se me ha prometido solemnemente que el primer cuidado de la Restauración será restablecer la unidad católica; que sin este requisito, nada, nada haría.
Calló por un momento; pero las palabras acudían a su boca pugnando por salir y no pudo menos de exclamar al cabo: ¡Has estado cruel y has sido traidora! He servido de pantalla. Me habéis hecho el blanco de la maledicencia. Os habéis conducido de suerte que todo Madrid me calumnia, que mi marido recibe anónimos delatándome, y que tal vez muera de dolor o se mate.
Palabra del Dia
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