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Actualizado: 29 de junio de 2025
Cuando pasaba por el puente de los Santos Padres me detuve un instante casi sin querer, púseme de codos sobre el parapeto, y contemplé las turbias aguas del río precipitándose bajo los arcos.
Salíme a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como que concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con su lacayo. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos; yo solté la prosa y con mil cortesías los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo un poco, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los acompañaría.
Púseme de un cabo y él del otro y hecimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer, porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la ropa que, por no estar muy continuada a lavarse, no parecía colchón, aunque servía dél, con harta menos lana que era menester.
"¡Bien te he entendido! -dije yo entre mí- ¡maldita tanta medicina y bondad como aquestos mis amos que yo hallo hallan en la hambre!" Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me habían quedado de los de por Dios.
La edad no hay que tratar, biznietos tenía en tahonas. De su raza no sé más de que sospecho era de judío según era medroso y desdichado. Iban tras mí los demás niños todos aderezados. Púseme cual V. Md. puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y daban tras las revendederas y descalabraron dos.
Púseme entonces á examinar algunos cuadros suspendidos en el muro. Estas pinturas eran en su mayor parte muy mediocres, consagradas á la gloria del antiguo corsario del imperio. Había muchos combates de mar, un poco ahumados, en los que era evidente sin embargo, que el pequeño brik L'Aimable, capitán Laroque, veintiséis cañones, causaba á John Bull los más sensibles disgustos.
Allí me recosté, púseme la careta para poder dormir sin excitar la envidia de nadie, y columpiándose mi imaginación entre mil ideas opuestas, hijas de la confusión de sensaciones encontradas de un baile de máscaras, me dormí, mas no tan tranquilamente como lo hubiera yo deseado.
Y al instante caí... «¡Pero si es esa condenada de Fortunata!». Por mucho que yo te diga, no puedes formarte idea de la metamorfosis... Tendrías que verla por tus propios ojos. Está de rechupete. De fijo que ha estado en París, porque sin pasar por allí no se hacen ciertas transformaciones. Púseme todo lo cerca posible, esperando oírla hablar. «¿Cómo hablará?» me decía yo.
Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar la repetición y contar el dinero; yo imaginé que aquél debía de ser lugar más a propósito todavía para aventuras que el mismo puerto Lápice; calé el sombrero hasta las cejas, levanté el embozo hasta los ojos, púseme a lo obscuro, donde podía escuchar sin ser notado, y di a mi observación libre rienda que caminase por do más le pluguiese.
Púseme después a contemplar melancólicamente el jardín, por la ventana abierta, e iba ya recobrando mi sangre fría, cuando me pareció reconocer la voz de mi tía que conversaba con Susana. Me incliné un poco para escuchar la conversación. Usted hace mal decía Susana, la pequeña ya no es una niña. Si usted la maltrata, se quejará al señor de Pavol, que se la llevará. No faltaba más.
Palabra del Dia
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