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Actualizado: 5 de junio de 2025
Cuando murió Tellagorri, Catalina de Ohando, ya una señorita, habló a su madre para que recogiera a la Ignacia, la hermana de Martín. Era ésta, según se decía, un poco coqueta y estaba acostumbrada a los piropos de la gente de casa de Arcale. La suposición de que la muchacha, siguiendo en la taberna, pudiese echarse a perder, influyó en la señora de Ohando para llevarla a su casa de doncella.
A la muerte de la madre de Martín, Tellagorri, con gran asombro del pueblo, recogió a sus sobrinos y se los llevó a su casa. La señora de Ohando dijo que era una lástima que aquellos niños fuesen a vivir con un hombre desalmado, sin religión y sin costumbres, capaz de decir que saludaba con más respeto a un perro de aguas que al señor párroco.
Estoy cansado contestó Zalacaín. ¿No quieres jugar? No. Juega tú si quieres. Carlos, que había comprobado una vez mas la simpatía de su hermana por Martín, sintió avivarse su odio. Había venido aquella vez Carlos Ohando de Oñate más sombrío, más fanático y más violento que nunca.
Meses después, Carlos Ohando entró en San Ignacio de Loyola; el Cacho estuvo en el hospital, en donde le cortaron una pierna, y luego fué enviado a un presidio francés; y Catalina, con su hijo, marchó a Zaro a vivir al lado de la Ignacia y de Bautista. Zaro es un pueblo pequeño, muy pequeño, asentado sobre una colina.
La casa Ohando estaba en la carretera, lo bastante retirada de ella para dejar sitio a un hermoso jardín, en el cual, como haciendo guardia, se levantaban seis magníficos tilos. Entre los grandes troncos de estos árboles crecían viejos rosales que formaban guirnaldas en la primavera cuajadas de flores.
Martín sabía que no deliraba; se retiró a la sala y escuchó, por si Carlos contaba alguna cosa a la patrona. Martín esperó en su alcoba. En la sala, debajo del altar, estaba el equipaje de Ohando, consistente en un baúl y una maleta. Martín pensó que quizá Carlos guardara alguna carta de Catalina, y se dijo: Si esta noche encuentro una buena ocasión, descerrajaré el baúl. No la encontró.
E los omes de Martín López como lo veyeron muertto é eran pocos enfrente de los de Ohando, ovyeron muy grant miedo é comenzaron todos a fugir. E cuando lo supo la muger de Martín López fué la triste al prado de Sant Ana, é cuando vido el cuerpo de su marido, sangriento y mutilado, se afinojó, prísole en sus brazos é comenzó a llorar, maldiciendo la guerra é su mala fortuna.
Le gustaba lucirse los domingos en el pueblo; pero no le gustaba menos los días de labor marchar en el pescante por la carretera restallando el látigo, entrar en las ventas del camino, contar y oir historias y llevar encargos. La señora de Ohando y Catalina se los hacían con mucha frecuencia, y le recomendaban que les trajese de Francia telas, puntillas y algunas veces alhajas.
Y mientras en las provincias se organizaba y preparaba una guerra feroz y sangrienta, en Madrid, políticos y oradores se dedicaban con fruición a los bellos ejercicios de la retórica. Un día de Mayo fueron Martín, Capistun y Bautista a Vera. La señora de Ohando tenía una casa en el barrio de Alzate y había ido a pasar allí una temporada.
Poco después, Bautista Urbide se presentó en casa de Ohando, habló a doña Águeda, se celebró la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un pueblecillo del país vasco francés. Carlos Ohando enfermó de cólera y de rabia. Su naturaleza, violenta y orgullosa, no podía soportar la humillación de ser vencido; sólo el pensarlo le mortificaba y le corroía el alma.
Palabra del Dia
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