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Las comadres de la villa no les perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.

La señora fue, en efecto, a decir a doña Gertrudis que su hija estaba libre y que no tardaría en llegar a Nieva. ¡Mi hija está ahí! gritó la enferma con maravilloso instinto de madre y de mujer histérica . ¡, está ahí!..., ¡la siento!..., ¡la estoy viendo!...; ¡ven, ven, hija mía!... Y al mismo tiempo hizo un esfuerzo supremo para incorporarse.

Las cofradías y sociedades devotas de Nieva no tenían en su seno otro cofrade más activo ni más poderoso, y contaban con ella en los trances difíciles como con un ángel tutelar que sabría sacarles del atolladero.

En seguida le cruzó por el pensamiento lo que aquello significaba, y se apresuró a contestar: Que entren. Entraron dos caballeros de Nieva.

El silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que sentían los vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado como acto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador. Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más aflictivas aún la risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque la noche no era de las más templadas de otoño.

El trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que, como usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que nosotros. En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además debe usted tener en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el empalme hasta Nieva y doce solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará de preferir este punto para exportarse.

También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano. La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y guarnecida por ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa de Nieva. Su fachada más importante miraba, pues, a esta calle; pero tenía otra con balcones a la plaza del pueblo, que era amplia y hermosa como la de una ciudad.

María continuaba con la frente pegada a los cristales, sumida, al parecer, en una de sus largas y frecuentes meditaciones a que ya estaban acostumbrados los de casa, en realidad explorando con ojos ansiosos las sombras que envolvían la plaza de Nieva, sin atender poco ni mucho a la frívola conversación que los amigos de la casa sostenían.

Un suceso de poca monta vino a decidir a María. Su tío Rodrigo, marqués de Revollar, que era uno de los magnates más importantes de la corte del Pretendiente, teniendo noticia de su acendrada fe y de las relaciones que mantenía con los partidarios de la monarquía católica en Nieva, le escribió desde Bayona preguntándole si se prestaría a servir de intermediario de la correspondencia entre él y don César Pardo, presidente de la junta carlista.

Animado, no obstante, de una esperanza loca, volvió corriendo a las cuadras, sacó su hermoso caballo de silla, y, poniéndole un freno, saltó sobre él en pelo, y se lanzó igualmente a escape por la carretera de Nieva. No llevaba espuelas ni látigo, mas el bravo animal obedeció a su voz, mejor dicho, a sus rugidos, y tomó un escape violentísimo. Los ojos del caballo veían el camino.