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Actualizado: 11 de octubre de 2025


Me costó Dios y ayuda convencerles de lo contrario, aun haciéndoles ver por sus propios ojos, como ya se lo había hecho ver Neluco más de dos veces sin fruto alguno, que no se tocaba la cocina ni para profanarla con un blanqueo, y que sólo alcanzaban las reformas a las piezas principales y a la escalera.

Consulté con Neluco esta bestial ocurrencia, y la celebramos los dos con grandes risotadas; pero así y todo, no faltaron un par de razones, fisiológicas también, apuntadas por el médico y discutidas por ambos, para explicar el antojo muy «racionalmente».

Con esto, y con hallar bastante parecido en su cara con la de Neluco, no dudé que aquella mujer era su hermana.

Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas: ¿Y don Sabas? Bueno me respondió Neluco con voz empañada. ¿Y Pito Salces? También. ¿Y Pepazos?

Para , quebrantado e insensible de alma y cuerpo, todo era ya igual y de un mismo color; y hasta del vértigo de los grandes asomos estaba curado con la frecuencia de verlos aquel día; y cuidado que los hubo tan tremendos y de senda tan angosta, retorcida y ladeada, que el mismo Neluco se apeó para pasarlos... tapándose la cara con el sombrero por el lado del abismo.

El relato que hizo Neluco al amor de la lumbre y vestido ya con ropas mías, fue lacónico, expresivo y pintoresco en sumo grado; y bien puede asegurarse que aun sin estas excepcionales condiciones, no le hubiera faltado la hondísima atención con que le oímos mi tío, sus dos criadas y yo.

Así o por el estilo, si se trataba de las dos mujeres, o estaba presente Neluco, o don Sabas, o ambos a la vez, porque venían por casa muy a menudo; pero si se trataba de Lituca sola, mano a mano conmigo, ya era muy distinta la sonata de mi respuesta.

Prestándome gustoso a todo lo que Neluco me había recomendado y continuaba recomendándome para entretener las horas sobrantes del día y de la noche, visité una por una mis haciendas, mis prados, mis heredades, mis castañeras y robledales, mis casas, mis aparcerías de ganados; estudié con verdadero afán de penetrarle hasta el fondo, el organismo, como decía Neluco, «de los tratos y contratos de mi tío y sus aparceros y colonos», donde estaba la enjundia del gran espíritu de este hombre benemérito que, sin políticas bullangueras y perturbadoras, había logrado resolver prácticamente, y por la sola virtud de los impulsos de su corazón generoso y profundamente cristiano, un problema social que dan por insoluble los «pensadores» de los grandes centros civilizados, y tiene en perpetua hostilidad a los pobres y a los ricos.

Me acordaba de algunos dichos de mi tío, particularmente el de haber sido vendida «por un pellejo de vino», y la lástima de antes se fue trocando en ira. Continuando nuestro viaje, me dio Neluco algunos informes que yo le pedí, vivamente interesado en conocerlos después de lo que había visto en el pueblo, en el cual no nos detuvimos más de media hora.

Dos días después me despedía en Reinosa del Cura y de Neluco que me habían acompañado hasta allí, y de Chisco que había ido tirando del rocín que conducía mis equipajes; me acomodaba en los blandos almohadones de un coche del ferrocarril, y comenzaba a rodar hacia las llanuras de Castilla, con la vista errabunda por los horizontes, aún no abiertos a mi placer, y la cabeza atiborrada de pensamientos insubordinados e indefinibles.

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