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Actualizado: 11 de julio de 2025
Entre esta fachada del edificio y nosotros se interponía otro muro más bajo que la amparaba en toda su longitud, y por encima de este muro se veía un carro de bueyes arrimado al edificio y paralelo a él; en el carro había una carga de heno «verde», según mi modo de ver, y según el más autorizado de Neluco, de retoño «seco»; y sobre la carga, un hombre de alta estatura que lanzaba con impetuoso brío grandes «horconadas» de ella a un boquerón de la pared, donde las recogía otra persona y las conducía más adentro.
Todo esto me pareció bien y muy en su lugar; pero ¿por qué una aldeanuca como la nieta del Marmitón tenía aquellos aires y aquellas travesuras de señorita de ciudad? ¿Por qué se tuteaba con Neluco y había entre los dos una intimidad tan sospechosa? Me atreví a hablar de ambos particulares al mediquillo apenas salimos del caserón de don Pedro Nolasco.
Y esta otra añadió Neluco, mientras yo leía el índice de la primera, mostrándome el rótulo de otro libro : Noticia histórica de las behetrías, primitivas libertades Castellanas... Este libro es un asombro de erudición y de ingenio, y es muy de admirar por el «montañesismo» que respira, y el tradicionalismo «científico» y patriarcalmente democrático en que está inspirado.
Hablando de estas cosas, me faltó tiempo para pedir a Neluco algunas noticias sobre el octogenario Marmitón, antes de llegar a su portalada, cuyas dovelas, removidas y desportilladas ya por la acción de las intemperies y de las yedras y jaramagos que las invadían por todas sus junturas, me recordaban un poco la mandíbula superior de su dueño cuando yo soñé que le había visto devorar troncos y peñascales.
En el uno creí ver, o más bien recordar, rasgos de la pintura que me había hecho Neluco del Gómez de Pomar casado en aquel mismo pueblo. Las señas del otro no coincidían en nada con las que yo conocía del hermano soltero. Era todavía más innoble su cara que la de éste y más repulsivo el conjunto de su persona: tenía un chirlo en la nariz, que se la dividía casi por mitad, y un ojo medio borrado.
Pero ¿de qué había nacido el obstinado empeño que yo tuve desde que llegué a Tablanca y conocí a la nieta de don Pedro Nolasco, en averiguar «lo que había» entre ella y Neluco, dando por supuesto que «había algo...» y que tijeretas han de ser? Al fin y al cabo, ¿qué me importaba a mí que lo hubiera o no lo hubiera?
Con aquel espectáculo revivió mi espíritu adormilado, y comencé a respirar con avidez el aire de la hermosa vega, como si me hubiera faltado hasta entonces el necesario para la vida; caso que no admiró a Neluco por lo raro cuando se le declaré, porque, por una ley fisiológica, del peso «ideal» de las grandes moles que agobia a los espíritus avezados a las llanuras abiertas y despejadas, participa el organismo físico también.
Pero yo no me fijé siquiera en la dirección que tomábamos, porque me sentía repleto del señor de aquella torre, por su saber, por su bondad, por su talento y por sus «cosas» tan singulares y tan nuevas para mí, y no tenía otro deseo que el de verme a solas con Neluco para acosarle a preguntas y saber más y más de todo aquello.
Así llegué hasta la felonía de sospechar del desinterés de Neluco, creyéndole capaz de haberme apuntado la idea, de acuerdo con la interesada, o con su madre siquiera. Pero me bastó un instante de reflexión para desvanecer el recelo, con vergüenza de haber caído en él.
Como venían bien informadas e instruidas por Neluco, poco o nada hablamos del papel que les correspondía en la comedia que íbamos a representar delante del enfermo.
Palabra del Dia
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