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Esto era todo para él, que había mandado docenas de hombres de áspera dureza que infundían terror al bajar en los puertos. Nadie le consultaba ahora, mientras que en el mar todos buscaban su consejo y muchas veces necesitaban interrumpir su sueño. La casa podía existir sin que él la visitase diariamente desde las cuevas al tejado, revisando hasta el último grifo.

Las extravagancias religiosas de don Pablo Dupont hacían reír a toda la ciudad; pero eran muchos los que reían con cierto temor, pues dependiendo más o menos directamente del poderío industrial de la casa, necesitaban de su apoyo para los negocios y temían su cólera.

Circulaban con loca velocidad tranvías, automóviles y fiacres. Nunca se había visto en las calles de París tantos vehículos. Y sin embargo, los que necesitaban uno llamaban en vano á los conductores. Nadie quería servir á los civiles. Todos los medios de transporte eran para los militares; todas las carreras terminaban en las estaciones de ferrocarril.

Con la imagen milagrosa no valían trampas. Únicamente se permitió comprar los cirios más pequeños que los deseaban sus convecinos, reservándose la diferencia del precio para lo que vendría después de la procesión. Los entusiastas del Cristo que no habían podido comprar una vela necesitaban hacer algo en honor de la imagen, y metían un hombro debajo de sus andas para ayudar á los portadores.

El tren que los llevaba a las marismas y montes de Palomares salía este año un poco más tarde y no necesitaban levantarse antes del ser de día. Todo esto necesitó saber don Álvaro para no exponerse a un choque en la vía con Frígilis o con el mismísimo don Víctor.

Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos. Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.

Un momento después, la multitud empezó á salir por las puertas de la iglesia; y como ahora todo había concluído, necesitaban respirar una atmósfera más propia para la vida terrestre á que habían descendido, que aquella á que el predicador los elevó con sus palabras de fuego.

Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana allá en su desierto, rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como señoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados.

Es un gran apoyo moral decirse en el trance supremo: «¡Persiste! ¡un esfuerzo más!... Si el viento y el mar son tus contrarios, no estás solo, la Humanidad vela por tiLos antiguos, que seguían las costas y las tenían á la vista incesantemente, necesitaban más que nosotros alumbrarlas. Dícese que los etruscos fueron los que empezaron á entretener los fuegos nocturnos sobre las piedras sagradas.

Y repitió varias veces la cifra, dándola gran importancia por ser dinero suyo: ahorros de la vida en Berlín... Además de esto, tenía sus pequeñas alhajas, regalos de amistad, que llevaría con ella. No necesitaban de grandes cantidades para llegar a Berlín, y una vez allá, todo les sería fácil. Contaba con amigos, muchos amigos; una mujer sale fácilmente de apuros.