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Actualizado: 2 de junio de 2025
Por un momento creyó que iba á matarla. Los hombres serios, tímidos y sumisos son terribles en sus explosiones de cólera. El marido lo sabía todo. Con la misma paciencia que empleaba en la solución de sus problemas industriales, la había estudiado día tras día, sin que pudiese adivinar esta vigilancia en su rostro impasible.
Se retiró al lugar de su nacimiento, donde hizo vida ejemplar y propia de una santa. A la memoria de don Braulio rendía verdadero culto. Aquel beso, que estando él celoso y dormida ella, le dió don Braulio, en vez de matarla, como pensaba, le sentía ella en lo íntimo del corazón y difundía en su espíritu suave y pura melancolía.
Mi criada tiene a su molinero que le dice al oído palabras que le encienden el rostro; aquí oigo carcajadas del placer que causan emociones para mí desconocidas...». En aquel momento tuvieron que detenerse entre la multitud. Había un drama en la acera. Un joven alto, de pelo negro y rizoso, muy moreno, vestido con blusa azul, gritaba: ¡La mato! ¡la mato! Dejadme, que quiero matarla.
Arropábase más á cada momento, creyendo en los extravíos del sueño que el cuchillo, á pesar de su puntiaguda forma y de su brillante filo, no podía penetrar las sábanas. Al día siguiente se serenó, y después se reía de haber temido que Elías podría matarla. Poro, sin embargo, no se atrevía á ponerse el traje.
La horrible lucha, que surge en su corazón, se manifiesta exteriormente por un silencio sombrío, hasta que Isabel descubre el secreto, y lo invita á matarla, puesto que ella morirá contenta con tal que su esposo cumpla sus más imprescindibles deberes para con el Rey. El desventurado Enrique se decide al cabo á ejecutar acción tan repugnante.
Con la venia de zu mercé contestó la serrana , me queo un ratico má: jasta el otro espanto. ¿Cuál? El mayó que me ha e dá zu mercé. ¿Luego te parece poco lo que estás viendo? Psch... Asín, asín. Vamos, Nieves, es cosa de matarla de veras.
Inmediatamente sale otra partida igual, y así turna todo el año. La experiencia ha hecho ver siempre, que cuando los indios resuelven un insulto, espian oportunamente una de dichas partidas por la tarde, y la cortan con facilidad, poniéndose de noche tras de ella para matarla por la madrugada infaliblemente.
Isabel se despide tiernamente de sus hijos y de su esposo, á quien asegura, repetidas veces, que recibe gustosa la muerte de su mano; el Conde, no sintiéndose con fuerzas bastantes para matarla, encarga á un criado que lleve á la mar en una barca á Isabel, y que la abandone á merced de las olas. El acto tercero nos ofrece al mísero Conde atormentado por los remordimientos y presa del delirio.
¿Qué quieres que hiciera?... a no matarla... No quedaba otro remedio: así se lo he dicho ¡voto a!... ¿Y qué ha respondido? Esto: «Si me matas, tanto mejor. No iré a Barèges.» El razonamiento no puede ser más lógico. Es una testaruda, lo repito; una cabeza de hierro. Hay que confesar, sin embargo, que sin ese defecto sería la mejor de las mujeres.
Entonces, ¿por qué matarla, pues que ella misma le había dado todo cuanto tenía? Las papeletas valían, lo menos veinte mil francos... Jacobo debía una suma igual á la caja del círculo. La deuda fué pagada en el momento preciso, las papeletas fueron presentadas el mismo día y las alhajas desempeñadas... Lea Peralli vivía aún en ese momento; murió aquella misma noche... ¡Ah!
Palabra del Dia
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