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Actualizado: 14 de junio de 2025
Bueno murmuró el viejo , no quiero retenerte más, Shanti. ¡Adiós! y me tendió los brazos y me estrechó en ellos débilmente. Salí del cuarto y bajé con Mary al raso del caserío. Si puedo servir a usted en algo, dígamelo usted advertí a mi prima. Hoy no necesito nada. Cuando necesite.... Entonces, hábleme usted sin ningún reparo. Así lo haré. ¡Muchas gracias! Adiós, Mary. Adiós.
De Bilbao habían contestado a Urbistondo aceptando mi ofrecimiento. Iba a tener barco que mandar. Fuí a buscar a Mary para traerla a Lúzaro y presentarla en casa de la mujer de Recalde. Era el día de Nochebuena. Llevaba en un estuchito forrado de raso un anillo de oro con unas perlas para Quenoveva, que me había costado ocho duros, y en un paquete unos juguetes para los chicos de Urbistondo.
Mary la dije agarrándola enérgicamente y zarandeándola con furia . ¡Cuidado con hacer necedades! La muchacha comenzó a sollozar con inmensa amargura. La dejé que llorase largo rato, haciéndome el incomodado, y después, ofreciéndole la mano, le dije: Vamos, Mary, que empieza a llover. Ella puso entre la mía su mano pequeña y callosa, y comenzamos a subir el Izarra.
El torrero era viudo, y Quenoveva dirigía a sus ocho hermanos como a un rebaño, a fuerza de gritos furiosos. Quenoveva nos pasó a Mary y a mí al despacho del torrero, lo mejor de la casa, y cerró la puerta para que la prole de chicos y chicas no se nos amontonara encima. ¡Un señorito! decían aquellos pequeños salvajes, con una curiosidad inmensa.
Mary me miró, para ver, sin duda, el efecto que me hacían los exabruptos de su amiga. La casa del torrero y el faro formaban un solo edificio, asentado sobre una plataforma cortada en las rocas. Bajamos a la vivienda por una escalera estrecha y entramos por un corredor con puertas a los lados. Una porción de chiquillos, que andaban chillando y riñendo, se nos acercaron.
A bordo del Mary Clowle, en el puerto de Amberes. Era marino, como yo. ¿Pero por qué quiere usted saber todo esto? Porque contestó Reginaldo, Burton Blair ha muerto, y su secreto ha sido legado a mi amigo, el señor Gilberto Greenwood, aquí presente.
De las cosas del mundo por dentro, no conozco sino lo que vosotras me habéis contado; otro poquito más que he atisbado por las rendijas al pasar, principalmente con mis Mary, aquella institutriz inglesa que despidió papá de muy buena gana al entrar yo en el colegio, y había tomado un año antes; lo poco que he aprendido con el trato de las amistades de casa, y lo que se ve o se trasluce en las páginas de algunos libros y entre renglones de otros.
A principios de febrero, una mañana, Mary me mandó un recado urgente diciéndome que fuera a Bisusalde lo más pronto posible. Me vestí, tomé el caballo de Aspillaga y, al trote, me fuí a la casa de la playa. Mi tío Juan había muerto. En la casa estaban Mary, el criado viejo, Quenoveva y Urbistondo. Me enteré de lo que se necesitaba. Había que mandar construir un ataúd en Lúzaro.
Mary me preguntó adónde iba a llevarla; le dije quién era la mujer de Recalde y cómo vivía; luego me interrogó acerca de lo que pensaba hacer yo; le expliqué cómo tenía que embarcarme, lo que ganaba, cuándo volvería, todo. Hablamos muy seriamente largo rato. Al cabo de algún tiempo cesó de llover y salimos de la cueva.
Todo el día y toda la tarde estuve en compañía de Mary. Por la tarde, después de comer, cuando fuí a casa de Recalde a buscar a mi novia, me encontré con Quenoveva. Le pregunté por su padre, el gran Urbistondo, y por toda la chiquillería, y, aunque ella se oponía y se ruborizaba, la abracé efusivamente. A Mary no le hizo mucha gracia el abrazo que di a su amiga, pero se le pasó pronto el enfado.
Palabra del Dia
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