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Además, miss Margaret estaba allí, arrodillada en la palma de su mano, tendiendo los brazos en actitud implorante, y no es correcto que un gentleman se deje rogar por una señorita que pide protección, y más si esta señorita es su novia. Miró hacia el puerto, que dominaba en gran parte con su vista. Luego volvió los ojos hacia la cumbre de la colina ocupada por la Galería de la Industria.

Creyó ver que el adorable cuerpo de miss Margaret empezaba á descomponerse. Tal vez era ilusión de sus ojos, pero el mármol de su palidez parecía haber tomado un tono verdinegro, con estrías que denunciaban la podredumbre interior. Resultaba preferible no presenciar la desagregación material y desesperante de este cuerpo adorado.

Abrió los ojos y volvió á cerrarlos repetidas veces después de mirar á Ra-Ra y al gigante. ¡Oh, miss Margaret! suplicó Edwin . No se muera. ¿Qué haré yo en el mundo si usted me abandona?... Y el pobre coloso tenía en su voz el mismo tono desesperado del pigmeo Ra-Ra.

En cambio, la madre recobró su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones de afecto del ingeniero. Ha sido para una agradable sorpresa dijo el joven . Yo no sabía que estaban ustedes aquí.... Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.

Margaret le amaba; pero el amor de una señorita de buena familia y excelente educación, acostumbrada á las comodidades que proporciona una gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella á abandonar á su madre y á reñir con todas las familias amigas para casarse con un novio pobre, dedicado por completo á su amor é ignorante del camino que debía seguir en el presente momento.

Esto último no podía tolerarlo Edwin Gillespie. ¿Morir usted, miss Margaret ... digo Popito? Únicamente podría ocurrir una cosa tan absurda después que él hubiese muerto. ¡Sálvelo usted! insistió la joven . Llévenos lejos de aquí. Este es un país donde no queda sitio para nosotros. De la misma opinión era el gigante. Volvió á mirar en torno de él, y vió la playa desierta.

El desesperado pesimismo que había sentido en los primeros momentos se reprodujo, haciéndole buscar en el telegrama la parte más alarmante, ó sea las primeras palabras. ¿Qué importaba que la orgullosa señora, olvidando la altivez con que siempre le había tratado, se humillase hasta formular este llamamiento?... Lo concreto, lo seguro, era que Margaret estaba muy enferma.

Ahora pudo ver bien á sus tripulantes: cuatro jóvenes rubias, esbeltas y de aire amuchachado. Gillespie hasta les encontró cierta semejanza con miss Margaret Haynes cuando jugaba al tennis. Estas amazonas del espacio le saludaron con palabras ininteligibles, enviándole besos.

Una semana después, al bajar por la mañana al parque del hotel, vió á Margaret jugando al tennis con un gentleman de pantalón blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie. Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los naranjos californianos.

Pepito era miss Margaret, y al recordar cómo había fallecido sobre una de sus manos y cómo la había arrojado al agua, se sintió invadido por los más tristes presentimientos. Reconoció de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como él había creído siempre.