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Actualizado: 5 de octubre de 2025


En mis tiempos de agitador político, allá por el año 1902, los republicanos de Mallorca me invitaron a un mitin de propaganda de nuestras doctrinas que se celebró en la plaza de Toros de Palma. Después de esta reunión popular, los otros diputados republicanos que habían hablado en ella se volvieron a la Península.

Lo cual visto por todos, cada uno se ofreció a querer ser el rescatado, y prometió de ir y volver con toda puntualidad, y también yo me ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el renegado, diciendo que en ninguna manera consentiría que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había mostrado cuán mal cumplían los libres las palabras que daban en el cautiverio; porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos principales cautivos, rescatando a uno que fuese a Valencia, o Mallorca, con dineros para poder armar una barca y volver por los que le habían rescatado, y nunca habían vuelto; porque la libertad alcanzada y el temor de no volver a perderla les borraba de la memoria todas las obligaciones del mundo.

Pero Pablo apenas había vivido en Mallorca: había viajado mucho; no era como los de su raza, inmóviles en la misma postura durante siglos, reproduciéndose sobre el montón de su vileza y su cobardía, sin fuerzas ni solidaridad para levantarse e imponer respeto. Jaime conocía en París y en Berlín ricas familias de judíos.

Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habían refugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vieron desembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña. Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron con asombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos.

Lo afirmaba el Capellanet, que por sus aficiones belicosas tenía algo de jurisconsulto. «Defensa propia, don Jaime...» En la isla sólo se hablaba de este suceso. En los cafés y casinos de la ciudad todos le daban la razón. Hasta habían escrito a Palma relatando el hecho para que lo publicasen los diarios. A estas horas sus amigos de Mallorca estarían enterados de todo.

La blancura amarillenta de los muros sólo era visible, como las líneas de un enrejado, entre las filas de lienzos, muchos de ellos sin marco. Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez; pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas por antiguos artistas italianos y españoles de paso en Mallorca. Un encanto tradicional parecía emanar de estos lienzos.

Toda su ilusión era conseguir una licencia para vivir varios días en Mallorca o en la Península, lejos de la isla virtuosa y huraña, que sólo admitía al forastero como marido; embarcarse en busca de otras tierras, donde era fácil dar expansión a sus deseos exacerbados, iguales a los del colegial y el presidiario.

«¡Pobre! ¿Y aquella torre no era suya?...» Febrer le contestó riendo. ¡Bah! Cuatro piedras viejas, que se caían cansadas de existir; un monte inculto, que sólo tendría algún valor trabajado por el payés... Pero éste insistió. Le quedaba lo de Mallorca, que aunque algo enredado, era mucho... ¡mucho!

Siempre enfadado con Febrer, pero moviéndose hábilmente para desenmarañar sus asuntos. El contrabandista tenía fe en Valls. Era el más listo de los chuetas y generoso como ninguno de ellos. Indudablemente sacaría a flote los restos de la fortuna de Jaime, y éste podría pasar su existencia en Mallorca tranquilo y feliz. Más adelante recibiría noticias del capitán.

Así lo entiendo. De este Castillo Real de Mallorca, Agosto 13, 1691. LI

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