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Los muebles se los alquiló una vecina que había levantado casa, y Rubín atendió a todo con tal tino, que Fortunata se pasmaba de sus admirables dotes administrativas, pues no tenía ni idea remota de aquel ingenioso modo de defender una peseta, ni sabía cómo se recorta un gasto para reducirlo de seis a cinco, con otras artes financieras que el excelente chico había aprendido de doña Lupe.

Fortunata volvió a la apartada silla en que antes estuvo, y doña Lupe, después de llevarse las manos a la cabeza, hizo un gesto de conformidad cristiana. Le faltaba poco para echarse a llorar.

De sol a sol vivía entre oleadas de batista con espuma de encajes riquísimos, cortando y probando, puntada aquí, tijeretazo allá, gobernando su hato de cosedoras con tanta inteligencia como autoridad. Por las noches, cuando llegaba a su casa, rendida, su madre gustaba de que estuvieran presentes doña Lupe, Fortunata o las demás amigas, para dar rienda suelta a su vanidad.

A doña Lupe le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque ¿a santo de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado. «Ya sabemos que te tratan muy bien» dijo, para variar la conversación.

Tomándole las manos a su mujer, le dijo: «Yo no soy más que el precursor de esta doctrina; el verdadero Mesías de ella vendrá después, vendrá pronto; ya está en camino. Quien todo se lo sabe me lo ha dicho a ». Fortunata no entendía palotada. Doña Lupe mandó recado a Ballester, que fue a verle después de anochecido.

Sin duda sospechaba algo, y como persona de mucho pesquis, no se tragaba ya aquellas bolas del estudiar fuera de casa y de los amigos enfermos a quienes era preciso velar. A los dos días de aquel en que el exaltado mozo se arrancó a prometer su mano, doña Lupe tuvo con él una grave conferencia.

Pues yo te digo... agregó Nicolás descompuesto, trémulo y no sabiendo si amenazar con los puños o simplemente con las palabras , yo te digo que eres un chisgarabís. ¿Qué alboroto es este? clamó doña Lupe entrando a poner paz . ¡Vaya con los caballeros estos! Ya les dije otra vez a los señores ojalateros, que cuando quisieran disputar por alto se fueran a hacerlo a la calle.

«Ya veo, ya veo que no tienes desperdicio observó doña Lupe recogiendo la calderilla . ¿Y cuando se te acabe el dinero? ¿Vendrás a que yo te ? ¡Ay, qué equivocado estás!». Cuando se me acabe, Dios me socorrerá por algún lado dijo Maximiliano con fe. Estaba excitadísimo y tenía el rostro encendido.

Estaba pobre, había sido muy desgraciada... , , me han dicho que es muy corrida. Tienes buenas tragaderas afirmó doña Lupe con crueldad. No haga usted caso... los hombres son muy malos. ¿No conviene usted conmigo en que los hombres son muy malos? Y dígame usted ahora. ¿No es acción noble traer al buen camino a una alma buena que se ha descarriado?

Vivía doña Lupe en aquella parte del barrio de Salamanca que llamaban Pajaritos.