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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Muchas veces junto al fuego En las noches invernizas Cruzaban breves las horas Mirando al fuego que ardia, Siguiendo su oscilacion Y viendo brotar sus chispas, Que en sus fantásticos giros Todo el hogar recorrian, Hasta caer soñolientas Entre pálidas cenizas; Y entonces en los carbones Que á trecho en trecho lucian, Como dos ojos ardientes Sobre frente encanecida, Nos parecia leer: «¡Oh, no tener una hija!»
La muchedumbre se derramaba por los alrededores de la capilla en pintoresca y agradable confusión. Los vivos colores de los pañuelos y delantales resaltaban prodigiosamente sobre el terciopelo negro de los dengues y faldas de estameña, lo mismo que las chaquetas verdes y amarillas de los hombres lucían sobre los calzones negros de pana.
Esto le hizo persistir mentalmente en su opinión: «¡Oh, las grandes señoras!... No hay mujeres como ellas.» El aspecto de la casa de Pirovani cambió mucho al instalarse en ella los Torrebianca. Las ventanas lucían ahora, á través de sus vidrios, unas cortinas flamantes.
Delgada, más bien escuálida y mal vestida, parecía pasar bastante de los cincuenta. Sus cabellos mal peinados caían en grises mechones sobre su arrugado cuello; su rostro de cabra vieja, en que lucían dos brillantes ojos, tenían una expresión de maligna desvergüenza. ¿No me reconoce usted? insistió.
Algunas, por su donaire, llamaban la atención y lucían la viveza de su ingenio en medio de un grupo que las aplaudía, mientras el pobre hombre víctima de sus burlas, con el rostro encendido y desfigurado por una sonrisa forzada, hacía inútiles esfuerzos por exprimir el ingenio y sacar de él alguna respuesta graciosa.
Lucían en tu espalda por entero tus cabellos, de un negro tenebroso, que tenían el brillo esplendoroso y cortantes de láminas de acero. En el salón, hundido en las tinieblas, había tonalidades misteriosas, cual de aguas tranquilas y azulosas cubiertas por las brumas y las nieblas. Tu hermosa cabellera me atraía con la fascinación negra y sombría de los ignotos bosques seculares,
Hoy se tiene horror a lo que es rico y vistoso; los señores visten como los criados; todos van de obscuro, como sacristanes; el chaleco, que es la prenda que da majestad a la persona y pregona su clase, es de la misma tela que los pantalones; ya no se ostenta sobre el vientre el terciopelo floreado, aquellas rayas de cien colores que tanto golpe daban en mi juventud, y hasta los labradores se encajan la blusa y el hongo, como asistentes, y se ríen cuando sacan del fondo del arca el chupetín de raso de sus abuelos, la faja de seda y el pañuelo de flores, que tanto lucían en los bailes de la huerta.... ¿Y las mujeres?
Pues, ¿para qué es la dentadura, se dicen los más; sobre todo cuando la tienen buena, sino para lucirla, y triturar los manjares que se lleguen a la boca? Y Pedro era de los que lucían la dentadura.
Ronzal había protestado varias veces. ¡Señores, parece esto la cazuela! había dicho a menudo, pero en balde. Allí iba Joaquinito Orgaz, y cuantos sietemesinos madrileños pasaban por Vetusta, y hasta los que habían nacido y crecido en el pueblo y no lucían más que un barniz de la corte.
Me traté de cobarde y de insensata, y, reuniendo todas mis fuerzas, entré en el camino, donde el paso de los coches había dejado pequeños charcos, ya medio secos, que lucían como espejos. El viento que pasaba por las cimas de los álamos, hacía oír un sordo murmurio que me acompañó hasta la puerta de la granja.
Palabra del Dia
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