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Las mañanas en el jardín, los paseos en el invernadero, las tardes del lluvioso otoño pasadas tras los balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por los empañados vidrios; las horas en que sentado a un extremo de la mesa veía trasparentarse al fondo de sus pupilas azuladas toda la ternura de su alma, le hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas.

Ayer fui a oír misa a Bussiers e hice el camino a pie, aunque el trayecto es largo y malo y el tiempo estaba lluvioso, no sentí molestia alguna. Recuerdo mis buenos tiempos de niña y los paseos que hacía en compañía de mi padre y de mi hermana desde el castillo de Saint-Cloud al de Meudon. Ha muerto mi pobre tía, mi institutriz durante los años de mi infancia.

Luego volvía su vista al espada, fijándose con extrañeza en el mechón de pelo tendido sobre el cráneo, en su peinado y su sombrero, en todos los detalles reveladores de la profesión, que contrastaban con su traje elegante y moderno. El torero estaba, para doña Sol, fuera de «su marco». ¡Ay, aquel Madrid lluvioso y triste!

La opaca luz de aquel día nublado y lluvioso, penetrando en el encierro por dos estrechísimas saeteras, apenas bastaba para determinar los objetos que en el aposento había.

Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío y lluvioso, salí de mi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido como nunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mi padre. Ambos marchábamos embozados hasta las cejas, no si por miedo al frío o por no vernos las caras.

En la calle se oyeron rodar carruajes, pero el ruido de los coches también se extinguió y todo quedó en silencio. Entonces me asomé otra vez por la puerta del patio: había quedado completamente solo, la puerta de la calle estaba entornada, cerradas las de las habitaciones; la tarde avanzaba y la humedad de un día lluvioso daba a aquella escena un aspecto tristísimo.

Concluída la cena, hubo para cada huésped una cama, no muy blanda, pero muy limpia, y la mejor para don Simón. En buena justicia, ¿qué más había de pedir éste al hidalgo, sin ser un grosero? Acostóse, pues, sin saber lo que deseaba; durmióse al cabo... y amaneció el nuevo día, tan frío, tan lluvioso y tan desagradable como el anterior.

O bien bajaba la escalera de Cáceres, atravesando luego el patio, o bien, si el tiempo estaba lluvioso, recorría la ciudad alta hasta la escalera de Damas, dirigiéndose por las arcadas al Real Patrimonio. Como salía poco a la calle, hasta el paraguas había dejado de serle necesario en aquella feliz vivienda, complemento de todos sus gustos y deseos.

Al ir á Valencia en la mañana siguiente, no le vió; pero por la noche, al emprender el regreso á su barraca, no sentía miedo, á pesar de que el crepúsculo era obscuro y lluvioso. Presentía la aparición del tranquilizante compañero, y efectivamente, le salió al paso casi en el mismo punto que el día anterior. Fué tan expresivo como siempre: «¡Bòna nit!» y siguió andando al lado de ella.

Dejaba tras , en el aire fresco de la mañana, un ligero olor a perfumes, a vino y a fuertes cigarros. Al verano siguió el otoño, frío y lluvioso. Durante dos semanas, la lluvia casi no cesó. En las raras horas de intervalo, nieblas frías alzábanse por todos lados, a modo de cortinas de humo.