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Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío y lluvioso, salí de mi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido como nunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mi padre. Ambos marchábamos embozados hasta las cejas, no si por miedo al frío o por no vernos las caras.

Porque entonces no había serenos, ni vigilantes nocturnos, ni nada que los reemplazase, á excepción de las rondas de los alcaldes, que en atención á lo crudo y lluvioso de la noche, no se encontraban en todo Madrid para un remedio.

Pero un día lluvioso, en que no tenía mucho en que ocuparme, tuve la buena fortuna de hacer un descubrimiento de algún interés.

La noche del entierro de su padre, el abate Constantín lo llevó consigo al presbiterio. El día había sido lluvioso y frío. Juan se hallaba sentado junto al fuego; el sacerdote leía su breviario; la vieja Paulina iba y venía arreglando todo. Una hora pasaron sin pronunciar una palabra, cuando Juan, de repente, levantando la cabeza dijo: Padrino, ¿mi padre me ha dejado algún dinero?

»Hoy, no porque está el día lluvioso y no se puede salir, sino porque ya lo tenía decidido con toda resolución, te voy a consagrar la mañana entera, y aun la tarde, si fuere menester, para escribirte una carta que valga por todas las que te debo, y un poquito más a cuenta de las posibles faltas sucesivas; porque ya sabes que somos pecadoras y que caemos a cada paso, por mucho cuidado que pongamos al andar.

Pero no lo hemos verificado acaso por las mismas razones que lo aconsejaban y hemos expuesto. Capítulo V El fin de octubre había sido lluvioso y noviembre vestía su verde y abrigado manto de invierno. Stein se paseaba un día por delante del convento, desde donde se descubría una perspectiva inmensa y uniforme: a la derecha, el mar sin límites; a la izquierda, la dehesa sin término.

Marcharon los tres a la posada, ya hechos amigos, y Martín fué a ver a un confitero carlista de la calle Mayor. Durmieron en la posada de Blas y muy de mañana Zalacaín y Bautista se prepararon a seguir su camino. Era el día lluvioso y frío, la carretera, amarillenta, llena de baches, ondulaba por entre campos verdes; no se veía el monte Itzarroiz, envuelto entre la bruma.

El tiempo estaba medio lluvioso, y con ese motivo, decía Magdalena, a quien la educación en su provincia había acostumbrado a tales excursiones, que era el más apropiado para las visitas de despedida. Caían las últimas hojas, despojos rojizos se mezclaban tristemente en la rigidez de las ramas desnudas.

Miraba al través de los cristales el cielo lluvioso y triste, la plaza mojada, los copos sueltos de nieve, la muchedumbre que transcurría a paso acelerado bajo los paraguas chorreantes.

Cuando Truchelet publica en los periódicos y revistas científicas que el mes de junio será lluvioso y el de diciembre glacial, no hay cuidado; habrá una sequía excepcional y el invierno será benigno. Nunca se ha hecho justicia á la memoria de sabio de Truchelet, y sin embargo, en teoría, sus pronósticos son indiscutibles.