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«Yo que amaba a esta mujer exclamaba con enternecimiento, arrimando el garrote a la pared. ¡Yo que amaba a esta mujer como esposa y no como sierva, según manda el apóstol San Pablo!... ¿ has leído al apóstol San Pablo?... ¡Qué habías de leer , gran vaca!...» El vino era muy bueno, casi puede decirse que era lo único bueno en este establecimiento, y eso que no paraba mucho en la bodega.

Los niños han leído mucho el número pasado de La Edad de Oro, y son graciosas las cartas que mandan, preguntando si es verdad todo lo que dice el artículo de la Exposición de París. Por supuesto que es verdad.

El misionero completo, según entiende mi padre, debe en ocasiones apelar a estos medios heroicos; y como mi padre ha leído muchos romances e histonas, cita ejemplos en apoyo de su opinión.

También entre ustedes, según he leído, hubo pueblos que encargaron su policía á gentes de otros países, y el extranjero podía perseguir y pegar al nacional en nombre del orden.

Pero el señor Caro ha leído cuanto es posible leer en treinta años de vida intelectual; su alta inteligencia ha entrado a fondo en la literatura moderna y pocos como él podrían hablar con tal autoridad de lo que en materia de ciencias y letras se ha hecho en el mundo en los últimos cien años.

El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él todo era flato; ahora todo era cuestión de nervios. Curaba con buenas palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba llamar a otro y no se ofendía. «

¡Qué bien dicho está! Cinco veces he leído el famoso pasaje, y, finalmente, para escapar a las miradas maliciosas del padre Tomás, me he arrojado llorando en los brazos de la abuela. El cura se quedó un poco sorprendido por esta conclusión imprevista. ¡Cómo!... ¿Lágrimas?... murmuró levantando las gafas para ver mejor. respondió la abuela, esta niña está muy sensible...

Los periodistas de la capital iban detrás de él pidiéndole interviús, y hasta lo adulaban, hablando con entusiasmo de varios libros profesionales que llevaba publicados y nadie había leído. Personas que le miraban siempre con menosprecio hacían detener en la calle su automóvil universitario en figura de lechuza.

Los que hayan leído El sabor de la tierruca, Don Gonzalo, De tal palo, tal astilla, y aquellos incomparables cuadros cortos de las dos series de las Escenas Montañesas, entre los cuales sobresale el no bastante conocido de La hila, aquí encontrarán, sin que el autor se repita, el mismo mundo de alegría franca, de plácida honradez, de salud rústica, con que ya están familiarizados.

Fue en Venezuela, en aquella costa de Cumaná, de horrible memoria, donde se levantó la voz de Las Casas, llena de sentimiento de humanidad más profundo. El que haya leído el libro del sublime fraile, que es el comentario más noble del Evangelio que se haya hecho sobre la tierra, sabe que ningún pueblo de la América ha sufrido como aquél.