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Actualizado: 25 de junio de 2025


Iba yo muy entretenida con lo que me decía, pero escuchándolo sin responder, intimidada por sus brillantes ojos, que se posaban a veces en como un relámpago, y avergonzada por la necedad de mi silencio, cuando el señor Kisseler vino involuntariamente en ayuda de mi torpeza.

Todos nuestros amigos estaban allí: los Marqueses de Oreve, Lacante, Kisseler, hasta el doctor Muret, que había hecho hueco entre dos consultas para darme esa prueba de amistad. Antes de hablar los había visto a todos, menos a Elena, y ya la acusaba por su indiferencia cuando la vi detrás de su padre, desde donde me miraba atentamente, creyendo, sin duda, no ser vista.

Puesto que te divierten mis crónicas, voy a contarte aquella comida en casa de la Marquesa. La de Oreve tenía a su derecha a Lacante, por supuesto, y a su izquierda a Kisseler, el escultor. Enfrente de ella, su augusto esposo. ¿Lo conoces? No creo. Un hombre alto y delgado, barba escasa y una cabellera bermeja, muy indisciplinada a pesar de los emplastos de cosmético que tratan de civilizarla.

Podría ciertamente sacrificarle Kisseler y mucho más; pero soy viejo, amigo mío, y he recibido hace poco una dura advertencia, y debo asegurar el porvenir de esa pobre niña. Tiene algunos bienes, a los que se añadirán después los míos; es bonita y tiene bastantes cualidades para que no le falten los partidos. Es deliciosa exclamé.

La carcajada fue general, pues la flema del señor Kisseler en tal aventura resultó irremisiblemente cómica. Fueron necesarias las instancias de sus amigos, que temían perder el tren, para decidirlo a levantarse del polvo donde estaba sentado y que le cubría la ropa. No fue floja tarea la de sacudírsela para ponerlo presentable. Máximo a su Hermano. 14 de septiembre.

Hace un momento ha llegado el señor Kisseler a darnos la bienvenida y nos ha hecho saber la grave enfermedad de un sabio, el señor Marignol, profesor del Colegio de Francia y del que Máximo es suplente. No quiero mal a ese señor, al que no conozco; pero es viejo, y si su salud lo obligase a jubilarse, se aseguraría el porvenir de Máximo y nos alegraríamos por él. Máximo a su hermano.

¿Cree usted eso?... Hay discusiones de ciencia y de filosofía que ofrecen iguales o mayores peligros que las enormidades de Kisseler para un entendimiento joven y cándido como el de Elena. ¿Le parece a usted que ha comprendido ni una palabra de toda esa grosera historia?... Como si la hubieran contado en chino.

Kisseler fue también quien inició el asunto con una audaz apología de la belleza plástica que fue como divinizar la forma: la belleza era para él el primer atributo de un dios; y el culto de la belleza, el primer dogma de una religión: la Grecia antigua fue la cuna de la verdadera religión, única digna de conmover a la conciencia humana y de unirla en un culto común, la adoración de la belleza.

Nuestro coloquio, por otra parte, no había pasado inadvertido, pues se trataba de ir a comer y mi padre me interpelaba: ¿Pero qué es esto, Elena? Una dueña de casa que olvida sus deberes para charlar... Es ese zalamero de Lautrec, que hace de las suyas dijo irónicamente Kisseler, que no pierde ocasión de decir despropósitos.

¿Qué va a ser de Lautrec? pregunté amargamente. Se consolará con la Marquesa, como la niña de Lacante con su padre. Y me señaló a la Marquesa y a Lautrec engolfados en una conversación muy animada, mientras el Marqués de Oreve se paseaba por el terrado con Kisseler. Eché una mirada de pesar a Elena, que se alejaba, después de haber vuelto la cabeza dos o tres veces para ver si yo la seguía.

Palabra del Dia

lanterna

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