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Actualizado: 25 de junio de 2025
Pero los detalles son curiosos e irresistiblemente cómicos para un cínico como este diablo de Kisseler. Apenas entró, estando todos ya a la mesa, pues, según costumbre, llegaba tarde, empezó a contar la cosa con una gracia, con una mímica y con un lujo de detalles verdaderamente chistosos.
Desde las primeras palabras, Lacante le mostró con una seña a Elena, sentada enfrente de él, y Kisseler afirmó que sería prudente y que velaría su relato. Lo veló, en efecto, pero con un velo tan extrañamente plegado, que no hacía más que añadir un incentivo más a la brutal aventura.
Luciana preguntó: ¿De qué hablaban ustedes? Decíamos que el verde será el color de moda de este invierno... Si lo duda usted, mire a la de Jansien. Luciana se echó a reír. Es verdad; parece una pradera. Y Kisseler que se había acercado, añadió: No le falta nada; ni la campanilla al cuello. Le falta el pastor replicó Luciana.
Y después de una pausa añadió: Es duro, a mi edad, romper con unas amistades de cuarenta años. Kisseler es incorregible e incomprensible, es verdad... Los demás tienen más tacto.
Mi padre dice muchas veces a la de Oreve: No lo provoque usted, señora, porque tenemos aquí muchachas esta noche. Pero ella responde tranquilamente: No se apure usted; hay gracias de estado para las jóvenes y no entienden más que lo que deben entender. ¿Verdad, señoritas? Todo es puro para los puros. Y el señor Kisseler se dispara.
Decididamente, no he venido al mundo para las negociaciones delicadas. Esta vez era Kisseler, y detrás de él, Lautrec. No sé con qué expresión lo he recibido, pero sí que fue bastante singular para que, en varias ocasiones, me mirase sonriendo. No pude menos de hacer la observación en voz alta: ¿Qué tengo hoy de extraordinario? Lautrec respondió: Estoy observándolo. ¡Ay, señor cura!
Muy bajo, por deber de conciencia, sin duda, la de Grevillois afirmó que la virtud no existiría sin la creencia en Dios, y esto proporcionó a Kisseler la ocasión de dar una carga furiosa contra las virtudes asalariadas, letras de cambio giradas contra el Padre Eterno.
Elena sonrió y dijo: No tema usted; lo que ha entrado una vez en el corazón ya no sale. Máximo a su hermano. 8 de octubre. Ayer, día de la comida semanal en casa de Lacante, llegó Kisseler reventando de gozo. Acababa de saber una fea historia de uno de nuestros hombres políticos más visibles, favorito del Ministerio y en condiciones de ser ministro de un día a otro.
Todas las muchachas, tarde o temprano, tienen gana de casarse y si tú no la tienes todavía es que estás un poco atrasada para tu edad. ¡Diecisiete años! ¡Ahí es nada!... Un monstruo... de una bonita especie, lo confieso... Pues bien, papá, elige tú... Perfectamente... Elijo a Kisseler... ¡Kisseler! Mi espanto le hizo reír de buena gana.
El señor Kisseler revoloteaba y mosconeaba alrededor de nosotros como un gran saltamontes aturdido, y don Gerardo Lautrec iba a mi lado, explicándome como poeta, las bellezas del claro-obscuro, mientras se levantaba en el horizonte una fina luna nueva. Este señor Lautrec es una persona muy agradable, alto, esbelto y rubio.
Palabra del Dia
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