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Actualizado: 3 de julio de 2025


Casi siempre jugaba al tute y perdía. Sus pérdidas podían evaluarse, una noche con otra, en una peseta diaria. Todo, no obstante, lo daba don Paco por bien empleado. Las camisas estuvieron pronto concluidas y don Paco quedó muy satisfecho. En la vida se había puesto otras que mejor le sentasen. No las hubiera hecho más lindas el camisero más acreditado de París.

Desnoyers pasaba el resto de la noche en el fumadero, atraído por la presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas.

Carlos se calló, vencido y contento. La madeja estaba devanada, pero el joven permanecía a los pies de su madre adoptiva, apoyado en su butaca como cuando siendo pequeño, venía a que le hiciera mimos. Liette, tiernamente maternal, jugaba distraídamente con los dorados del uniforme. Decididamente, ¿irás a Argicourt? ¿Te da miedo la linda castellana?

A cada jugada, alguno de los tres agarraba el jarro, bebía en él reposadamente y lo pasaba á los compañeros, que lo iban empinando igualmente con no menos ceremonia. Los espectadores más inmediatos miraban los naipes á cada uno por encima del hombro para convencerse de que jugaba bien.

Pasábamos la noche en una buena fonda que allí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y cenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres. Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua cristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante.

Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente... Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó. Alborotose en un instante el barrio de las Peñuelas.

Pero observo que huyendo de él, nos hemos venido al écarté. ¿Quién es aquel que juega a la derecha? ¿Quién ha de ser? Un amigo mío íntimo, cuando yo jugaba. Ya se ve; ¡perdía con tan buena fe! Desde que no juego no me hace caso. ¡Ay! este viene a hablarnos. Efectivamente, llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso. ¿Cómo le tratan a usted? le preguntó mi primo.

La familia hizo de ello un misterio, y los murmuradores se contentaron con repetir que el capitán Fuenleal estaba loco por mi tía, pero que ésta envanecida y orgullosa de su hermosura, jugaba con el corazón de su amartelado, sin dejarse coger en las amorosas redes, sin dar prenda que la comprometiese más tarde. Pasaron los días, los meses y los años, y nada supo Pluviosilla del capitán Fuenleal.

A partir de aquella misma tarde, Kotelnikov empezó a hacerle la corte a una negra, miss Korrayt, que tenía lo blanco de los ojos del tamaño de un plato y la pupila no más grande que una olivita. Cuando, poniendo tal máquina en movimiento, jugaba ella los ojos con coquetería, Kotelnikov sentía recorrer su cuerpo un frío mortal y flaquear sus piernas.

Mientras tanto, la niña jugaba en el jardín del «Palace» con otras niñas vestidas y adornadas como muñecas lujosas y frágiles, cada una de las cuales pesaba varios millones.

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