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¿Por qué no se sienta V. al lado de Paulina? le preguntó la niña. ¿Quién es Paulina? Aquella chica tan hermosa que está cerca de la puerta. Miguel se inclinó por verla. No la veo bien; parece bonita, en efecto dijo recostándose otra vez. Pero V. también lo es... y muy simpática además. ¡Oh, por Dios! exclamó la niña ruborizándose.

Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía entre aquellas olas de lágrimas. Oyó la campana de un reloj de la casa. Era la hora de una medicina. Era aquella tarde el encargado de dársela Quintanar y no aparecía. Ana esperó. No quiso llamar y se inclinó hacia la mesilla de noche. Sobre un libro de pasta verde estaba un vaso. Lo tomó y bebió.

El herrador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, al hacer aquella pregunta, y sus ojos parpadearon con viveza. Pues bien, , es posible dijo el carnicero con lentitud, considerando que hacía resueltamente una respuesta afirmativa . No digo lo contrario.

María le ofreció su mano delicada y dijo dulcemente: ¿Quiere usted que le ahora la mano que usted me pedía antes de su viaje? Tragomer la cogió, la estrechó con efusión y llevándosela á los labios, se inclinó como delante de un ídolo y contestó: ¡, para siempre! Es de usted. Pero recuerde que no se unirá á la suya sino cuando el nombre de la que se la concede esté lavado de toda mancha.

Me inclino á creer que si Dugald-Steward hubiese leido á Vico, no se quejaria de la confusion con que explicaron esta doctrina varios autores antiguos y modernos.

Al ver todo esto, no qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer que la viuda se ama a misma sobre todo, y que para recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y al propio niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté muy por encima de los canarios y de los gatos.

Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras. El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó: Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto. El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.

El joven clérigo creyó que vendría a hacerle alguna pregunta referente a la comunión general del día siguiente. Pero en vez de eso, Obdulia se inclinó hacia él tímidamente y le preguntó con voz temblorosa, donde se advertía extraña emoción: ¿Me puede usted confesar? Quedó sorprendido y descontento.

Había sacado de su bolsillo su estuche, y, rechazando a la señora Hellinger con un ademán apenas cortés, se inclinó sobre el pecho que, con un movimiento brusco, había descubierto por completo. Cuando se enderezó su rostro estaba mortalmente pálido. ¡Una última tentativa! dijo.

Terminadas las horas canónicas, el Magistral salió, se inclinó ante el Altar, se dirigió a la sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta, sin roquete, muceta ni capa, con manteo y el sombrero en la mano. Otra vez se miraron. Ahora sonrieron los dos. Ana se levantó cinco minutos después.