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Actualizado: 24 de octubre de 2025


Al otro día Oliverio no vino al colegio. Pasaron tres días sin noticias. La inquietud me apenaba horriblemente. Por la noche corrí a la calle de los Carmelitas y pregunté por Oliverio. Está en el salón me dijo el sirviente. ¿Solo? No, hay otras personas. Entonces le esperaré.

Estaba horriblemente quebrantada y era presa de una agitación de cuerpo y de alma que me hacía daño. Vamos a ver a nuestros enfermos me dijo un poco después de mediodía. La acompañé y fuimos al pueblo. El niño que Julia cuidaba y que había, por decir así, adoptado, había muerto el día antes por la noche.

¿No está usted fatigada, señorita? No, no; adelante. Pronto concluiremos; faltan solamente tres cargas. Aunque no quería confesarlo, se hallaba horriblemente fatigada. Sus hermosos brazos, que se trasparentaban dentro de la bata sutil que los cubría, se iban moviendo cada vez con menos soltura: tenía la boca entreabierta y respiraba aceleradamente.

Sufría horriblemente a la menor señal de desdén, y gozaba como un ángel cuando la dama le expresaba de cualquier modo su afecto. Clementina no tenía prisa en hacerle amante afortunado, aunque estaba decidida a ello. Le gustaba prolongar aquella situación, observando con secreto placer la marcha de la pasión y los fenómenos que ofrecía en el joven.

Descendiente de una antigua familia de notarios, creeríase que en él se reconcentró el espíritu de protesta de todos sus tataradeudos, almas mollares, pensamientos apagados sin luchas, voluntades pacíficas envejecidas mansamente en la uniformidad perdurable, horriblemente triste, de los despachos notariales.

La irritación, la rabia, el odio y el deseo de venganza que se habían despertado en esta señora, nadie se los puede figurar. Baste decir que, cuando veía a cualquier redactor de El Faro en la calle, empalidecía horriblemente; costaba gran trabajo impedir que se le arrojase al cuello, como un gato rabioso. Hasta entonces no había podido satisfacer aquella ansia de venganza que la devoraba.

Penetramos en la primer sala de las pinturas de Vernet. El cuadro en que me fijo representa á un combatiente moribundo. Está pálido, horriblemente pálido; tiene el labio inferior caido, dejando ver una encía amoratada, y cualquiera diria que sus párpados van á cubrir unos ojos turbios. Un amigo lo asiste de rodillas, llevándose una mano á la frente, en señal de desesperacion.

Las tormentas precedidas de viento y sucia polvareda le excitaban horriblemente los nervios, y su único gusto al presenciarlas era ver desmentidos los pronósticos meteorológicos de Bringas, el cual, desde que el cielo se nublaba, decía: «verás cómo esta tarde refresca». ¡Qué había de refrescar...! Al contrario, duplicaba el calor.

Miguel, a quien todo aquello cogía de nuevas, y que adoraba a su hermana, no podía sufrirlo con calma: cada vez que le tocaba ser testigo de una de estas escenas, padecía horriblemente y le costaba esfuerzos desesperados el reprimir sus ímpetus y no hacer a la brigadiera alguna áspera advertencia.

Los báculos, las mitras, los atributos y animales simbólicos estaban horriblemente mutilados; dos o tres Padres de la Iglesia estaban desnarigados.

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