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Era, como esperaba Flimnap, una solicitud para poder suprimir al Hombre-Montaña, fundándose en su falta de adaptación á las costumbres del país y en los enormes gastos que exigía su cuidado y su sustento. Gurdilo pidió inmediatamente la palabra. Después de su último discurso, todos creyeron adivinar lo que iba á decir contra el gigante.

Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese en nuestras costas. Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas palabras. Entonces, ¿debo morir? preguntó con franca inquietud.

Dió un rugido, amenazando con sus puños á los insolentes que acababan de devorar su comida, pero éstos huyeron, estableciendo cierta distancia entre ellos y el coloso. Además se sentían protegidos por las tinieblas de la noche, y contestaron con risas y exclamaciones de burla á la protesta del Hombre-Montaña.

Eran cocinas portátiles pertenecientes al ejército. Los alimentos del Hombre-Montaña exigían un trabajo extraordinario. Dos bueyes formaban un simple plato para su apetito colosal. Atravesados por fuertes asadores, estos animales daban vueltas sobre enormes hogueras hasta quedar dorados y á punto de ser comidos.

Y los altos señores del gobierno, que antes de ocupar sus cargos no conocían otra lectura que la del diario todas las mañanas, han aprovechado la ocasión para darse una falsa importancia de intelectuales, obedeciendo las indicaciones de sus protegidos que monopolizan la Universidad. »No quiero hablar al ilustre Senado de los gastos que ha originado el Hombre-Montaña desde que vive entre nosotros.

Aprovecharemos la gran fiesta de los rayos negros. Y fué explicando á Gillespie sus gestiones para conseguir esta autorización y el motivo de que el gobierno hubiese fijado para dos días después la visita del Hombre-Montaña á la capital.

Después de tales palabras quiso correr, pero se vió detenida en mitad de su carrera por un obstáculo. El Hombre-Montaña había colocado una de sus manos sobre la mesa, manteniéndola en posición vertical, con el pulgar en alto.

Avanzaron dos portadores, uno tras del otro, llevando un fuerte palo sobre sus hombros y colgando de tal sostén el reloj de bolsillo del Hombre-Montaña. Los oyentes más cultos no necesitaron las explicaciones del inventario. Cuantos habían leído la historia del país estaban enterados de cómo era esta máquina primitiva de medir el tiempo que todos los colosos traían en sus visitas.

La aplicaron á una rodilla del gigante, y el hombre subió sus peldaños con agilidad, á pesar de las embarazosas vestiduras, procurando que los velos conservasen oculto su rostro. Al quedar de pie sobre un muslo del Hombre-Montaña, indicó con gestos su deseo de colocarse más en alto para hablarle.

Pido al Senado terminó diciendo el orador que le quiten al Hombre-Montaña lo que no le corresponde usar y que se envíe al Consejo Ejecutivo una ley para que mañana mismo lo vista con el recato y la decencia que exige su sexo. La ovación al tribuno fué larga. El presidente tuvo que hacer sonar varias veces la sirena eléctrica de su mesa para conseguir que se restableciese el silencio.