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Diose don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a reír muy de gana, y dijo: -Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras salidas, sino dos meses apenas, y ¿dices, Sancho, que ha veinte años que te prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuman en tus salarios el dinero que tienes mío; y si esto es así, y gustas dello, desde aquí te lo doy, y buen provecho te haga; que, a trueco de verme sin tan mal escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto , o leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en tanto más cuánto me habéis de dar cada mes porque os sirva?

Adiós, salerosa. ¿Sabes que me gustas? ¿También le gustan a usted las sirvientas? Pa mucha gente quiere usted servir a la vez. La segunda carta fue redactada en estos términos: «Cristeta: No quiero resignarme a que conserves mal recuerdo de . Es necesario que te explique muchas cosas. Concédeme unos cuantos minutos, y no volveré a molestarte nunca.

Mi pecado, si lo hubo, fue de tardanza. No volví por ti a tiempo; ahora estoy dispuesto a enmendarme; pero quiéreme. ¿No gustas de que te respeten? Pues yo también gusto de ser respetado. No debo sufrir que de hagas tu juguete. Yo soy una chica de tan buen humor, que, por fortuna, huyo de lo trágico y todo lo tomo a risa.

Déjese usted de sabidurías. Coser, planchar y espumar el puchero. No espumaré yo el tuyo, paleto. ¡Marquesa de pañuelo de hierbas! Sacamuelas». Los dos se echaron a reír. «No te quiero murmuró Isidora. Pues me echo a llorar. No te quiero ni pizca, ni esto. Pues yo te adoro. Mientras más me desdeñas, más me gustas.

Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.

Verás: soltaba una risa que a me ponía los pelos de punta, y decía muy callandito: «¡Qué guapo estás con tu cara blanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... ¡Oh, qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada las quiero... Me gustas... ¡te comería!

Al contrario, hijo. Yo no tengo ojos nada más que para mirarte a ti. Y desde que me gustas he perdido el gusto de todas las demás. Ella, insistía con calor, llamándome embustero, gitano, comediante. Al fin, una noche, más por complacerla que por otra cosa, le dije: Pues, si he de serte sincero, la que allí me parece mejor es tu prima Isabel. ¡Dios eterno, qué hice!