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Actualizado: 3 de junio de 2025
Alcaparrón cesó de gemir. Diga usté, señó, ya que tanto sabe. ¿Cree su mersé que golveré alguna vez a ver a mi prima?... Necesitaba saberlo, le dolía la angustia de la duda, y deteniendo su paso, miraba suplicante a Salvatierra con sus ojos orientales, que brillaban en la penumbra con reflejos de nácar.
No volvería más á la huerta. En la barraca quedaba la pobre muchacha ocultándose en su estudi para gemir, haciendo esfuerzos por no mostrar su dolor ante la madre, que, irritada por tantas contrariedades, se mostraba intratable, y ante el padre, que hablaba de hacerla pedazos si volvía á tener novio y daba que hablar con ello á los enemigos del contorno.
Su voz tembló de cólera al decir esto. Veía á su hijo arrastrando cadenas, recibiendo golpes lo mismo que un esclavo. ¡Ah! ¡no ser ella un hombre, para que la dejasen á solas con el lúgubre histrión de los puntiagudos bigotes que hacía gemir de dolor á tantos millones de mujeres!...
En último término gente conocida, cuya presencia me podía conmover... Para hacerme recordar que yo había sido un simple pianista, aquí me aguardaban, batuta en mano, los directores de los conciertos y de la ópera; los profesores de la orquesta con sus instrumentos; los cantantes espada al cinto ó arrastrando colas femeniles, todos pintados y con peluca; las muchachas del cuerpo de baile con piernas de fresa pálida y gasas horizontales en el talle... Estaban prontos á gemir, previamente aleccionados por la empresa.
Deja a la luna verme con luz tranquila y suave; Deja que el alba envíe su resplandor fugaz, Deja gemir al viento con su murmullo grave, Y si desciende y posa sobre mi cruz un ave, Deja que el ave entone su cantico de paz.
Tiempo quedaba para hablar de lo ocurrido; ahora, á cenar. ¡Qué demonio! No había que gemir tanto por culpa de un tío judío. Si el tal viera todo esto, ¡cómo se alegrarían sus malas entrañas!... La gente de la huerta era buena; á la familia del tío Barret la querían todos, y con ella partirían un rollo si no había más.
Las aguas, detenidas por la barrera, aumentando su nivel y salvando los obstáculos, se desbordan en cascadas; el torrente, fuera de su curso normal, se lanza en repentinos y gigantescos borbotones; los monstruos se agitan convulsivamente haciendo temblar y gemir su madera. A este caos movible tiene que atacar con denuedo el conductor de la armadía.
Esta visión hacía gemir de nuevo á la señora de Hartrott: «¡Ay, mis hijos!» Su cuñado, por humanidad, la había tranquilizado sobre la suerte de uno de ellos, el capitán Otto. Estaba en perfecta salud al iniciarse la batalla. Lo sabía por un amigo que había conversado con él... Y no quiso decir más. Doña Luisa pasaba una parte del día en las iglesias, adormeciendo sus inquietudes con el rezo.
Cansados de gemir, de arañarse, de golpear el suelo con la cabeza, anonadados por su dolor ruidoso, todos los de la familia volvieron a formar círculo en torno del cadáver. Juanón hablaba de velar con algunos compañeros a la muerta hasta la mañana siguiente. La familia podía dormir mientras tanto fuera de la gañanía, que bien necesitada estaba de ello. Pero la vieja gitana protestó.
Pero lo raro fue que al aproximarse la muerte, reapareció de un golpe en su memoria todo el pasado, y los enfermeros le oyeron gemir noches enteras, murmurando en español, con una tenacidad de maniático: ¡Leonora! ¡pequeña mía!, ¿dónde estás?...
Palabra del Dia
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