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Actualizado: 24 de julio de 2025


Y cuando menos lo pensaba se encontró de nuevo frente á la severa y heráldica casa de Moscoso. Acababa de oscurecer y empezaban á encender los faroles. Discurría alguna gente, no mucha, por aquella calle apartada del centro.

Indica el Diario del Almirante que encendía todas las noches el farol de popa, y que al separarse La Pinta sobre la costa de Cuba, puso en los palos otros faroles de señales. En el tercer viaje destacó desde Canarias tres de sus naves, ordenando cuál de los capitanes había de hacer farol.

El tío, sin comprender la ironía, le miró con desprecio. Vaya, veo que vienes tan ignorante como has ido... Te aguardo para cenar. No me aguarde usted, tío contestó Gonzalo, que ya estaba lejos. Quizá no cene. Y sin tomar carrera, pero con extraña velocidad, gracias a sus descomunales piernas, salvó las calles, alumbradas por algunos raros faroles de aceite, en dirección al teatro.

Tras de Lorenzo, se aproximó Melchor que a cada figura gritaba: ¡Más listos!... ¡más vivo ese movimiento!... ¡Parecen hombres de palo!... Terminado el pericón, llegó Hipólito con una escalera y encendió la luz de los faroles, pues la pared del fondo, en el lado del poniente, proyectaba una sombra que oscurecía al local.

Las calles estaban cuajadas de gente; las luces de los faroles y las de los escaparates iluminaban las aceras y los rostros de los transeúntes que se detenían a mirar los objetos exhibidos. La villa entera salía en esta hora a gozar de las dulzuras de la civilización, que trasforma la noche en día, el silencio en ruido, la soledad en confusión y algazara.

Esperó a que se secara el sobre. Salió a la calle. Vió en la calle un sargento y, después de saludarle, le preguntó: ¿Dónde se podrá ver al general? ¡A qué general! Al general en jefe. Traigo unas cartas para él. Estará probablemente paseando en la plaza. Venga usted. Fueron a la plaza. En los arcos, a la luz de unos faroles tristes de petróleo, paseaban algunos jefes carlistas.

Por último, en el Campo de los Desmayos estaban ya tendidos los alambres para la iluminación, si bien no pendían de ellos aún los faroles. Esto se dejaba para lo último, por miedo a la lluvia. No había cuidado. El día 24 amaneció sereno.

Nuestros pasos resonaban profundamente en las calles solitarias; la luz triste y escasa del día que comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias a los faroles que aun se hallaban encendidos, y las casas, dejando caer de sus tejados algunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha.

Bajo los faroles, al borde del arroyo, las chulas y los granujas voceaban periódicos y décimos de lotería. Al atravesar de unas a otras aceras, las mujeres se levantaban la falda, más cuidadosas algunas de enseñar el pié que de resguardar los bajos.

La dueña hizo una cumplidísima reverencia, y se retiró, casi sin volver la espalda á la condesa, que, en el momento en que se vió sola, tomó una bujía de sobre una mesa, y abriendo una puerta de servicio, se encontró en un estrecho corredor, pasado el cual, entró en una ancha galería, medio alumbrada par algunos faroles y enteramente desierta, á excepción de un centinela tudesco, que se paseaba gravemente en la galería y que, al ver á la condesa, se detuvo y al pasar ella por delante de él, dió un golpe con el cuento de la alabarda en el suelo, á cuyo saludo contestó la joven con una ligera inclinación de cabeza.

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