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Actualizado: 24 de julio de 2025
Las fieras llegarían poco a poco. Llegaron éstas a la segunda noche aunque de un carácter singular. Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino. ¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.
La plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que la vimos, obscura y sembrada de charcos de agua donde se reflejaban tristemente los rayos de los faroles de petróleo que ardían en las esquinas. Ni un alma la cruzaba aquella noche. En vano se sacaba los ojos por penetrar las tinieblas de los soportales.
Las estrellas desde el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los faroles de los serenos. Llegamos por fin a casa.
De regreso a Mâcón, mi madre volvió a encerrarse en su pequeña casita junto a las Ursulinas. Cuando la noche estaba oscura y apagados los faroles de la calle, se deslizaba desde el aposento de mi padre hasta el desván, una cuerda llena de nudos, por medio de la cual se valía para pasar junto a los seres que idolatraba, algunas horas deliciosas e intranquilas a la vez.
Palabra del Dia
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