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Hasta el desayuno que tomaron los seis, sentados en torno de una mesa redonda, tenía algo de exótico para los europeos de entonces, porque bebieron en hondas tazas, mezclada con leche y azúcar, una infusión de cierta hierba olorosa y salubre, que llamaban cha y que ya se traía a Portugal de los remotos reinos del Catay, que están mucho más allá del Indo y del Ganges.

Toledo tuvo que contarles su vida guerrera como él se la imaginaba, á través de los años , y los dos jóvenes, que habían asistido á combates de millones de hombres, mostraron el mismo interés de los niños que escuchan un cuento exótico ante este relato de obscuros encuentros de montaña, que ni nombre tenían, y sólo perduraban exageradamente en la memoria de don Marcos.

La tierra le acogió indiferente, sin preguntarle si le gustaban o no le gustaban las negras, y mezcló sus huesos con los de otros muertos. Pero en los círculos burocráticos se habló todavía mucho tiempo de aquel hombre original, a quien volvían loco las negras y que encontraba en ellas algo exótico. Una estudianta. Muy joven, casi una niña.

Mientras se verificaba la untura, el Padre Ambrosio, recitó no corta serie de palabras y frases, al parecer de un lenguaje exótico y punto menos que inaudito.

El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos. ¿Lo dice usted seriamente? preguntó el subjefe cuando acabó de reírse. ¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un gran ardor y algo... exótico. ¿Exótico?

Había además en la cigüeña un no sabemos qué de exótico: cierto raro modo de ser, bastante parecido al que se nota en un viajero de distinción, venido de muy remotos países, con quien por dicha tropezamos y entablamos conversación sin pensarlo ni pretenderlo y solamente a causa de súbita y misteriosa simpatía. Poldy, sin duda, simpatizó con la cigüeña.

Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extraña magnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo XV, para no finalizar hasta haberlo realizado.

Dice que no ha visto en su vida a un gentlemán tan guapo y simpático. ¿No es eso, miss Korrayt? Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su dentadura, parecida al teclado de un piano, y volvía a todos lados los platos de sus ojos. Kotelnikov movía también la cabeza, saludando, y balbuceaba: Hagan el favor de decirle que en las negras hay algo exótico. Y todos estaban tan contentos.

Kotelnikov recibía estas muestras de atención con su modestia habitual. Un día se decidió a hacer una visita a su subjefe; mientras tomaba te con confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo exótico que había en ellas.

Se echaron de nuevo a reír; pero al mismo tiempo todos pensaron que Kotelnikov era seguramente un hombre listo e instruido, cuando conocía una palabra tan extraña: «exótico». Luego empezaron a discutir, asegurando que no era posible que gustasen las negras; además de ser negras, tenían la piel como cubierta de barniz, y los labios gruesos, y olían mal.