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Actualizado: 2 de junio de 2025


Que me presente uno como este... No lo presentará, no. Porque Dios me dijo a : pitarás; y a ella no le ha dicho tal cosa. Y si doña Bárbara se chifló por el Pituso falso, ¡cómo no se dislocará por el de oro de ley! De lo contenta que estoy, creo que me voy a poner mala... Y de fijo que Estupiñá lleva el cuento.

Estupiñá tenía un vicio hereditario y crónico, contra el cual eran impotentes todas las demás energías de su alma; vicio tanto más avasallador y terrible cuanto más inofensivo parecía. No era la bebida, no era el amor, ni el juego ni el lujo; era la conversación. Por un rato de palique era Estupiñá capaz de dejar que se llevaran los demonios el mejor negocio del mundo.

Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella. ¿Vive aquí le preguntó el Sr. de Estupiñá? ¿D. Plácido?... en lo más último de arriba contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera. Y Juanito pensó: « sales para que te vea el pie.

Estupiñá se aburría algunas veces por más que no lo declarase, y le gustaba que alguna beata rezagada o beato sobón le preguntara por la misa: «¿Se alcanza esta?». Estupiñá respondía que o que no de la manera más cortés, añadiendo siempre en el caso negativo algo que consolara al interrogador: «Pero esté usted tranquilo; va a salir en seguida la del padre Quesada, que es una pólvora...». Lo que él quería era ver si saltaba conversación.

Y concluidas las misas, se iban por la calle Mayor adelante en busca de emociones puras, inocentes, logradas con la oficiosidad amable del uno y el dinero copioso de la otra. No siempre se ocupaban de cosas de comer. Repetidas veces llevó Estupiñá cuentos como este: «Señora, señora, no deje de ver las cretonas que han recibido los chicos de Sobrino... ¡Qué divinidad!».

Le pusieron entre las manos su biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelo finísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la relación que la pluma y papel pudieran tener con lo que veía. «Don Plácido dijo Fortunata con mucha animación ; hágame el favor de escribir... Aquí no hay mesa. Chiquilla, tráele el tablero de las damas.

Y le quería tanto, quizás por aquellas mismas dotes y por otras, que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para creer cuanto le decía, si bien creía por fe, que es sentimiento, más que por convicción. A Estupiñá le llevaban un bastón que tenía por puño la cabeza de una cotorra. Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia i

Si consigo yo ponerte bueno, mi querida tía, alias la baronesa de Rothschild, no tendrá más remedio que hincar la jeta y darme lo que necesito». Vida nueva i Era Estupiñá, que miraba a los tales agujeritos del modo más autoritario. Tengo que hablarle. Yo no paso. Vengan los cuartos. No tengo ganas de conversación.

Barbarita le quería mucho. Habíale visto en su casa desde que tuvo el don de ver y apreciar las cosas; conocía bien, por opinión de su padre y por experiencia propia, las excelentes prendas y lealtad del hablador. Siendo niña, Estupiñá la llevaba a la escuela de la rinconada de la calle Imperial, y por Navidad iba con él a ver los nacimientos y los puestos de la plaza de Santa Cruz.

La joven reconoció a Estupiñá, que había sido vecino suyo cuando ella vivía en la Cava, donde tuvieron principio sus interminables desgracias. Plácido se embozó en su capa tomando hacia la calle del Vicario Viejo. Siguiole Fortunata con la vista hasta verle desaparecer, y poco después volvió a su acecho. ¿Quién salía? Un caballero con botines blancos que parecía extranjero.

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