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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Como todos los caracteres burlones, le hería profundamente el ridículo. Con su cuñada el joven se reía unas veces, otras se mostraba irritado de aquellas extravagancias de su esposa, que calificaba de estúpidas y cursis. Cecilia procuraba calmarle, achacándolo a los pocos años, al carácter tornadizo de Ventura: «Ya verás le decía; dentro de algunos meses no se acordará de semejantes tonterías».

Movido a la vez por un sentimiento de vergüenza y de gratitud, balbuceaba encendido el rostro: Señor, yo... yo bien quisiera darle las gracias como se merece... mas no encuentro palabras. Siéntome confundido y avergonzado de mis estúpidas desconfianzas... ¿Cómo podría yo demostrarle mi agradecimiento y merecer su perdón?...

En la calma de la capilla apenas iluminada por el resplandor rojizo que entraba por los vidrios, me sentía irritada y nerviosa. Quería rezar y no podía... En vez de formular actos de contrición no hacía más que repetir: Estúpidas, perversas, ridículas... ¡Estas solteronas!...

Era un muchacho guapo, moreno, con nariz aguileña, barba negra y lustrosa; una de esas cabezas gallardas, audaces y de enérgica belleza varonil que se ven con frecuencia en las tribus bohemias. En su porte y en su traje notábase la tendencia «flamenca» amalgamada con la fría corrección burguesa. La educación del hogar confundíase con las costumbres de una vida de estúpidas aventuras.

Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociocidad.

Se equivocan como unas estúpidas exclamó una voz burlona y vibrante, la voz de Francisca, que entraba en este momento en el saloncillo. Y bien añadió, después de darnos un vigoroso apretón de manos, ¿hay indiscreción en preguntar a ustedes qué dicen esos imbéciles?... Y sin oír el grito ordinario de protesta que se nos escapó a pesar nuestro: «¡Oh! Franciscase instaló cómodamente en un sillón.

Pero allí estaban en su casa, podían atracarse hasta el gañote con todo lo que iría viniendo, y nadie podría ir a contarle al vecino cómo se las arreglaban para hacer por la vida. Esto era la verdad; lo demás pamplinas, modas estúpidas y sufrir..... ¡Hola! Ya se presentaba la gallina del puchero. ¿Que quién la parte? Juanito mismo.

Los nervios de la antigua florista se desataron así que se vió a solas con su querido. Las palabras más soeces del repertorio de los cocheros de punto brotaron a sus labios temblorosos. Pateó, juró, rechinó los dientes, profirió mil estúpidas amenazas.

El, hombre de razón, sólo había sabido burlarse de los entusiasmos generosos y desinteresados de los otros hombres, encontrando inmediatamente su parte flaca, su falta de adaptación á las realidades del momento... ¿Con qué derecho reía de su piloto, que era un creyente y soñaba, con la pureza de un niño, en una humanidad libre y feliz?... ¿Qué podía oponer él á esta fe, aparte de sus burlas estúpidas?...

Sería, pues, preciso tener la facultad de recibir en nuestra casa al joven con quien pudiéramos casarnos y llegar así por el conocimiento al amor. Pero esto está terminantemente prohibido. Recibir jóvenes en una casa donde hay muchachas sin hermanos, sería exponerse a perder la buena reputación y atraerse toda clase de molestias mezcladas con las más estúpidas observaciones.

Palabra del Dia

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