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Enseñábale este las preciosidades de esta casa de penitencia, quando se esparció la voz de que traía comision de hacer reformas. Al punto le diéron memoriales de cada una, que todos en sustancia venian á decir: Conservadnos á nosotros, y suprimid todos los demas.

Raimundo las recogió con cuidado, deshizo luego el ramo que traía, esparció las frescas flores sobre la tumba, y con la misma cuerda hizo otro ramo con las marchitas. Con éste en una mano y el sombrero en la otra, permaneció otra vez algún tiempo de pie contemplando con ojos húmedos aquella sepultura.

Suárez manifestó a su tertulia de señoras que tenía una voz parecida a la de la Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podría competir con las primeras contraltos. Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estar fijas sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermoso semblante de María.

Al retirarse de la terraza, Febrer, sin saber cómo, se vio abriendo la puerta del oratorio, una puerta antigua y olvidada, que al chirriar sobre sus pernos oxidados esparció polvo y telarañas. ¡Cuánto tiempo que no había entrado allí!... En este ambiente denso de pieza cerrada creyó percibir un vago olor de esencias, de bote de perfumes abierto y abandonado; un olor que le hizo recordar a las solemnes damas de la familia cuyos retratos estaban en el recibimiento.

Después mandó traer a tierra un centenar de botellas vacías, que hizo reducir a cascos, los cuales esparció alrededor de los toldos de trépang. Aquellas puntas agudas y cortantes eran un serio obstáculo para los pies desnudos de los antropófagos.

Pero no es esto todo añadió Luisa ; venga por aquí. La joven quitó la cubierta de hierro que tapaba la boca del horno, al fondo del cuarto de cola, y rápidamente se esparció por la cocina un olor de tortas de manteca que alegraba los corazones. El señor Juan Claudio se sintió conmovido ante aquello.

Los rasgos de su fisonomía, contraídos momentáneamente, se dilataron, y se esparció, por ella la sonrisa serena que la caracterizaba. Al mismo tiempo se encogió de hombros con un supremo desdén. Con aquel gesto parecía decir: «Me caso con la más fea de las chicas de Belinchón... bueno, ¿y qué? De todos modos, sea con una o con otra, ¡aunque no me case con ninguna! yo he de ser feliz.

Cuando la voz del tenor terminó la última romanza y sus lamentos se perdieron en las bóvedas apostrofando a la ciudad deicida, «Jerusalén, Jerusalén», la muchedumbre se esparció, deseando cuanto antes volver a las calles, que tenían aspecto de teatro con sus focos eléctricos, sus filas de sillas en las aceras y sus palcos en las plazas.

Esparció sus miradas por la sala; pero la relativa elegancia con que estaba puesta no la afectó. En miserable bodegón, en un sótano lleno de telarañas, en cualquier lugar subterráneo y fétido habría estado contenta con tal de tener al lado a quien entonces tenía. No se hartaba de mirarle. «¡Qué guapo estás!». ¿Pues y ? ¡Estás preciosísima!... Estás ahora mucho mejor que antes.

Pocos pasos habrían andado, cuando se esparció la noticia por todo Castel-o-Branco de cómo había llegado un vasallo de Su Majestad Imperial.