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..., ¿para qué? repetía desde su silla con voz de sepulcro doña Ramona, que, si ya no se llamara la Esfinge, hubiera habido que llamárselo desde entonces, al verla tiesa, pálida, inmóvil y misteriosa, clavada en su asiento como escultura egipcia en su pedestal.

Morena, menuda, nerviosa, con su aire impenetrable de joven esfinge, su mirada que alguna vez interrogaba pero no respondía nunca, sus ojos absorbentes. Eran los ojos más admirables y menos seductores que jamás vi, el rasgo más impresionante de la fisonomía de aquel joven ser sombrío, doliente y altivo.

En aquel instante hubiera trocado su belleza, su juventud, sus galas y los encantos de su mundo, por la fealdad y la tristeza y la soledad de la Esfinge, si con todo esto le daba también el sosiego de su conciencia. Porque era una triste gracia que una señorona como ella lo pudiera todo, menos hablar de cosas tan triviales delante de un matrimonio de drogueros, sin caérsele la cara de vergüenza.

Vive, pues, el pobre enamorado cavilando en los misterios que guardan aquellas paredes, y envidiando á la criada de Amparo, sólo porque oye hablar, porque ve comer, porque ve dormir, porque conoce al dedillo, en suma, á la esfinge de su existencia.

Tiene razón esta señora atreviose a decir la dama, sin apartar sus ojos de ella . Dejémonos de cumplidos y hablemos del asunto que me trae aquí. Estoy a las órdenes de la señora marquesa dijo don Santiago Núñez haciendo una cortesía. Pero la marquesa no empezaba a hablar, ni concluía de mirar a la Esfinge. Era indudable que la presencia de ésta la contrariaba tanto como la sorprendía.

La hallé, mañanas pasadas, instalada triunfalmente en esta especie de kiosco en el que espera dulcemente el martirio. Casi otro tanto puedo decir de los demás habitantes del castillo. La señorita Margarita, siempre sumergida como una esfinge nubia en algún sueño desconocido, condesciende sin embargo, en repetir bondadosamente las piezas de mi predilección.

Destacábase en el pórtico, secular cancerbero, una Esfinge de piedra, ¡una viva y rugiente Esfinge de piedra!... En vez de proponernos cuestiones insolubles para devorarnos si no las resolvíamos, como a Edipo y a tantos otros mortales, huyó a nuestra vista arrastrando el rabo. Un rabo tan pesado, que hacía un surco en la tierra que se dijera el lecho seco de un torrente.

Y sin comprar el más pequeño monigote prosiguieron su camino para ver la famosa esfinge. Ben Zayb se ofrecía á tratar la cuestion; el americano no podría desairar á un periodista que puede vengarse en un artículo desacreditador. Van ustedes á ver como todo es cuestion de espejos, decía, porque miren ustedes...

El caso tuyo dijo la tremenda voz de la Esfinge, haciendo callar a la de su marido es de los que reclaman todo el valor que cabe en el corazón de un mozo de vergüenza para irle olvidando, porque no tienen otro remedio.

A medida que avanzaba Delaberge en su camino, el bosque hacíase más espeso, el barranco se estrechaba, interceptaban cada vez más la senda toda clase de plantas trepadoras y tupidos herbajes... Y en la apagada luz de ese desfiladero le parecía al inspector general que, como un nuevo Edipo, caminaba fatalmente hacia alguna esfinge, llenos los labios de amenazadores enigmas...