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Actualizado: 24 de mayo de 2025
La claridad de la luna a orillas del Sena, el sol dulce, los ensueños asomado a la ventana, los paseos bajo los árboles, el malestar o el bienestar causados por un rayo de sol o por una gota de lluvia, las asperezas del genio que me ocasionaba el aire un poco vivo y los buenos pensamientos que me inspiraba la ausencia de viento, todas esas blanduras de corazón, esa esclavitud del espíritu, esas sensaciones exorbitantes fueron examinadas y del examen resultó decretar que eran indignas de un hombre, y rompí todos aquellos hielos que me envolvían en un tejido de influencias y de fragilidades.
A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido. «Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante». Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.
Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras: un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento. Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguí contemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que la envolvían para recibir de nuevo las caricias del sol.
Iba á caer al suelo, apoplético, agonizante de cólera, asfixiado por la rabia; pero se salvó, pues de repente, las nubes rojas que la envolvían se rasgaron, al furor sucedió la debilidad, y viendo toda su desgracia, se sintió anonadado.
Al llegar al fementido buhardillón en que le conocimos, trancó la puerta por dentro, sentóse con dificultad sobre un casi invisible taburete de pino, cargó la pipa, encendióla, chupó; y cuando espesas nubes de humo le envolvían la cabeza, la dejó caer entre sus nervudas, angulosas y curtidas manos, después de afirmar los codos sobre las rodillas.
Recordaba, sí, que la muerta había sido su mayor enemiga; pero las últimas etapas de la enemistad y el caso increíble de la herencia del Pituso, envolvían, sin que la inteligencia pudiera desentrañar este enigma, una reconciliación.
Hacía frío y yo no estaba alegre. El lugar, la estación, la manifiesta pobreza que trascendía de todo lo que me rodeaba y la dificultad misma de ocupar aquel largo día lluvioso en un medio tan poco apropiado para ofrecer comodidades, me envolvían en un ambiente de hielo. Recuerdo que desde las ventanas se veían dos grandes molinos de viento que sobresalían sobre las tapias del jardín, cuyas aspas grises cruzadas de rayas oscuras giraban sin cesar delante de los ojos con una monotonía adormecedora en aquel movimiento. Agustín mismo se ocupó en una porción de cuidados domésticos y de detalles de casa, de donde colegí que su mujer no tenía sirvienta y que ella y su marido atendían a todas las necesidades del hogar.
En último resultado, la dije, ¿se niega usted a indicarme?... Nada sé; la recogí. Ignoro quién era; pero debe ser hija de buenos padres: las ropas que la envolvían eran ricas; llevaba, además, un magnífico medallón guarnecido de brillantes, y entre la faja un papel que decía: «Está bautizada, y se llama...» he olvidado el nombre; el que tiene ahora se lo pusieron en la confirmación.
Salió al fin Morsamor de aquel piélago de tristes meditaciones en que se había engolfado. El sol, que se alzaba sobre los montes, desgarró los velos de niebla que los envolvían. Morsamor vio entonces el promontorio que estaba cerca y hacia donde dirigía el rumbo su nave. En seguida reconoció que eran los cerros de Cintra, cubiertos de feraz y lozana verdura.
Isabel hablaba con perfecta naturalidad, la sonrisa en los labios, con entonación dulce y simpática que cautivaba. Sus frases envolvían siempre una cortesanía tan exquisita, una posesión tan cabal de todas sus facultades, que en ello se echaba de ver la egregia cuna en que había nacido y el comercio en que había vivido con elevadas personas. Jamás murmuraba de nadie.
Palabra del Dia
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