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Yo he visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años después me hizo recordar a lord Gray. Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban <i>sortú</i>, y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse.

En la nave, que había salido abundantemente provista de Macao, había agua potable y víveres para bastante tiempo. Todos, sin embargo, empezaban a tener miedo, aunque lo disimulaban y aunque todavía no se había convertido en descontento.

Por Navidad, cuando se empezaban a armar los puestos de la Plaza, el pobre tendero no tenía valor para estarse metido en aquel cuchitril oscuro. El sonido de la voz humana, la luz y el rumor de la calle eran tan necesarios a su existencia como el aire. Cerraba, y se iba a dar conversación a las mujeres de los puestos.

Cuando la señorita invitada se levantaba para apoyarse en su brazo, empezaban a sentirse dueños de mismos. Otros menos osados daban tres o cuatro chupadas intensas al cigarro, despidiendo el humo hacia el pasillo, y, después de arrojar la punta, se dirigían pausadamente hacia alguna joven de las menos agraciadas, que les pagaba su atención con una sonrisa henchida de promesas amables.

Las puertas ventanas del comedor se abrían al nivel del jardín. La madre y la hija entraron en él y se sentaron juntas en un banco rodeado de lilas cuyas hojas empezaban a brotar. Apenas sentada Juana exclamó: Madre mía, después de lo que ha dicho ese hombre, si le mata... será un verdadero asesinato...

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores. Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios.

Después de dar las buenas noches en voz baja, buscaban con la vista un rincón oscuro, y allí se sentaban sobre el pavimento lustroso de madera de castaño, y fijando la rueca en la cintura, empezaban á hacer rodar los husos, mojando repetidas veces con la lengua el lino, del cual tiraban por breves intervalos.

Empezaban a sentirse avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio.

El profesor Flimnap gritaba á toda voz: ¿Qué opina usted de lo que digo, gentleman? Había formulado tres veces la misma pregunta, sin obtener respuesta, y los doctores jóvenes, más revoltosos, empezaban á reir del silencio del gigante y de la confusión del conferencista.

¡Por Dios, que cuidasen de Pascualet ante todo!... Y el hermano mayor, indignado por los relatos de los pequeños, prometía una paliza á toda la garrapata enemiga cuando la encontrase en las sendas. Todas las tardes, apenas don Joaquín perdía de vista el grupo, empezaban las hostilidades.