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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Llegamos al Prado, y en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo le he visto a pie»; otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía nada, y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos, y pidiéronme que picardease un rato.

La tomé en mis brazos y le supliqué con palabras que no puedo reproducir aquí, que me siguiera, que desafiase al mundo entero a arrancarla de mis brazos. Y por algún tiempo me escuchó, sorprendida y dominada. Pero cuando me miró empecé a avergonzarme de mi conducta, me faltó la voz, balbuceé algunas palabras y por fin guardé silencio.

Yo, entre tanto, empecé á corretear por las cercanías, sin sospechar que mi padre no había tomado alimento desde el día anterior. No obstante, me hice cargo pronto de que su ardor iba cediendo y las fuerzas le abandonaban poco á poco. Movía los brazos con dificultad y á menudo se detenía para tomar aliento. Sin darme cuenta de ello, cesé de enredar y me fuí acercando á él, mirándole en silencio.

Yo, que me había interesado por ella por compasión, empecé a interesarme por afecto, y por un momento sentí que mi hastío por la vida desaparecía; comprendí que había encontrado algo a que podía consagrarme dignamente: a hacer el porvenir de aquella joven tan simpática, tan merecedora de amparo, yo era entonces impío y me dije: Ya que la casualidad la ha procurado un buen hombre que la eduque, yo, que soy rico, haré lo demás: el sacerdote por una parte, y el calavera de buen corazón por otra, haremos de ella un prodigio.

Yo empecé a estudiar la anatomía. ¡Ciencia admirable, divina! Tanto era el trabajo escolástico, que tuve que abandonar la barbería de aquel famoso maestro Cayetano.... El día en que me despedí, él lloraba.... Diome dos duros y su mujer me obsequió con unos pantalones viejos de su esposo.... Entré a servir de ayuda de cámara. Dios me protegía dándome siempre buenos amos.

Pues apenas me dejasteis volvió corriendo don ladrón y como yo empezase á apostrofarle me preguntó muy dulcemente si creía posible que un buen religioso abandonase su sayal nuevecito y abrigado para vestir el jubón y las calzas de un artesano. Empecé á quitarme el hábito muy regocijado, mientras él explicaba que se había ausentado para que yo dijera mis oraciones con mayor recogimiento.

Sacudió la cabeza en silencio, resopló tres o cuatro veces por la nariz, y dijo al cabo sordamente: Empecé a prepararme hace algunos años para la carrera de ingeniero de minas, pero comprendí muy pronto que no era ésa mi vocación verdadera, y la dejé después de tener aprobadas algunas asignaturas.

Yo, como iba cargado, vi que aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar, y al volver una esquina, sentéme sobre él y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la mano, fingiéndome pobre: ¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado!

Este momento creía yo que se debía aprovechar para atravesar la barra; pero los hombres estaban rendidos. Yo empecé a ver la cosa mal; los hombres se encontraban jadeantes, demasiado cansados para hacer un esfuerzo verdadero y eficaz. Nuestra inquietud iba en aumento; la moral de nuestros remeros desfallecía. A me sostenía la idea de la responsabilidad.

Muy poco tiempo después de llegar el padre Gil a Peñascosa y desempeñar el cargo de excusador, empecé a confesarme con él. Le encontré prudente, advertido y extraordinariamente piadoso. El respeto que yo tenía a su talento y la admiración a sus virtudes eran tan grandes que algunos maliciosos de la población pudieron muy bien figurarse que existía una inclinación en hacia su persona.

Palabra del Dia

ciencuenta

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