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Actualizado: 13 de octubre de 2025
En esto era consumada maestra Emilia, la más inteligente y trabajadora de las dos hermanas. Había llegado a amar la máquina como se quiere a un animal querido; conocía los secretos de su maravilloso artificio, y había hecho de este un esclavo sumiso.
Era tan lealmente cínico en cosas de amor, que sólo una loca o una pervertida tendría la desvergüenza de dejarse cortejar seriamente por él. En este exceso de mala fama, en esta aureola de escándalo, estaba precisamente la salvaguardia de Emilia, que tenía intachable reputación de prudente y discreta.
No pude entender lo que decían, porque me mandó salir fuera; pero hablaban con animación, y la mujer aquella, a quien vea yo partida por un rayo, le enseñaba, ¡ay!, muestras de vestidos. Veremos; habrá que hacer algo decisivo dijo Augusto bajando pausadamente los últimos escalones . Mañana temprano vendré con Emilia, Riquín y Encarnación. Trataremos de llevárnosla a cualquier parte».
Alguna vez, cuando su espíritu estaba sosegado, por las buenas esperanzas que daba el médico, solía encerrarse en la citada pieza para probarse la bata, el vestido, el sombrero... Sin poder resistir la tentación, dispuso con Emilia varios arreglos, alargando unas cosas, reformando completamente otras.
Lo que se me ocurrió decir hace tiempo sobre las novelitas del Sr. Reyles, ha dado ocasión o motivo a una extensa polémica en la que han tomado parte el mismo Sr. Reyles, la señora doña Emilia Pardo Bazán y los señores D. Jacinto Octavio Picón y D. Eduardo Benot.
A lo lejos, en el estrecho, rugía la tempestad, la tempestad; la llama de la hoguera inclinábase a uno y otro lado con las rachas de viento, y oía danzar a nuestra barca junto a las rocas, haciendo crujir las amarras. Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de Porto-Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi.
Después trazó el de su niña «Emilia»; después el de su hijo mayor «Pepito». Las letras despedían hermosos reflejos azules. El dedo de la condesa, al trazarlas, producía débil chirrido. Quedóse un instante pensativa. De pronto escribió rápidamente con caracteres casi ininteligibles sobre el cristal el nombre de «Carlos». Era el de su marido.
Ni Pérez Galdós, ni Pereda, ni Picón, ni el mismo P. Coloma, que publicó hace poco un nuevo e interesante libro, ni menos aún la Sra. D.ª Emilia Pardo Bazán, necesitan que nadie llame la atención del público sobre sus escritos.
Mi intento era y es escribir sobre el particular cuanto se me ocurra y reunirlo luego en un librito, imprimiendo de él muy corto número de ejemplares. Así las cosas, veo hoy en El Liberal un artículo en que mi ilustre amiga, Doña Emilia Pardo Bazán, trata de impugnar lo que he dicho y hasta lo que no he dicho.
Bien lo comprendía la enferma; así, desde el primer día empezó a adiestrarse en la soberbia máquina de Singer que Emilia poseía. ¡Bien, bien! Con un poco de aplicación llegaría a dominarla. Al siguiente, otro papelito: «R
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