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Para el alma nutrida de pesares, para el transido corazón, acaso es el asilo de la paz suprema, del reposo y la calma en Eldorado. Pero el viajero que azorado cruza la región no contempla sin espantos que a los mortales ojos sus misterios perennemente seguirán sellados, así lo quiere la Deidad sombría que tiene allí su imperio incontrastado.

El Océano baña las costas de Venezuela en una extensión inmensa y sus entrañas están regadas por ríos colosales como el Orinoco, el Meta y demás afluentes, que cruzan territorios que, como el de la Guayana, tienen aún más oro en su seno que el que buscaban los conquistadores en las vetas fabulosas del Eldorado...

Alentada por tan lisonjera esperanza, hízose á la vela para aquellas regiones una flota de dieciséis buques de alto bordo, llevando en calidad de voluntarios á los hijos de las más nobles familias de Inglaterra. Todos se disputaban el privilegio de partir para ese Eldorado polar, y los expedicionarios sólo encontraron la muerte, el hambre, murallas de hielo. Pero á nadie descorazonó tal desastre.

Sólo un débil reflejo de su pasada importancia política queda todavía á la patria del Cid y de Gonzalo de Córdoba; los nietos de estos héroes, que un día conquistaron el mundo, reuniendo sus esfuerzos, hácense hoy la guerra en combates fratricidas; las minas del lejano Eldorado que pusieron sus tesoros á los pies de aquellos monarcas, en cuyos dominios jamás se ocultaba el sol, se han agotado ya, y el Guadalquivir se desliza hoy tristemente al pie de la torre del Oro, cuando en otro tiempo lo llenaban flotas cargadas de piedras preciosas, al paso que los tesoros del ingenio que inmortalizaron á Cervantes, Calderón y Lope de Vega, viven y vivirán siempre mientras la cultura y la admiración á las grandes creaciones del espíritu duren entre los hombres.

Los que permanecían en España acababan por ser capellanes de regimiento. Otros, más atrevidos, apenas cantaban misa se embarcaban para América, donde ciertas repúblicas de aristocrático catolicismo son el Eldorado de los sacerdotes españoles que no temen al mar.

Sombra, le preguntó ¿dónde podría estar esa tierra del Eldorado? «Más allá de las montañas de la Luna, en el fondo del valle de las sombras; cabalgad, cabalgad sin descanso respondió la sombra, si buscáis el Eldorado....».

En sus alrededores sólo existe, afortunadamente, un solo buscador de pepitas, viejo geólogo que enseña con orgullo algunos granos brillantes contenidos dentro de una caja de cartón, donde posee todo el fruto de sus largos trabajos. Otro manantial, vecino al pequeño Eldorado, se presenta también pródigo en pepitas brillantes pero de bien distinta especie.

La leyenda que en el siglo XV tenía trastornadas las cabezas de grandes y pequeños, de pobres y ricos, era una reminiscencia de la fábula de las Hespérides, un Eldorado, tierra del oro, colocada en las Indias y que se sospechaba ser el paraíso terrenal, subsistente en este mundo de pesares. Sólo faltaba encontrarlo.

A los catorce años emigraba de Albany, su ciudad natal, para California, en busca de mejor fortuna. Era en la época de la fiebre del oro, y una verdadera corriente humana se precipitaba en los valles de este territorio en busca de Eldorado con su relativo Pactolo. Era por lo general la hez del mundo esta que iba a la conquista del Vellocino.

Brillantemente ataviado, un galante caballero, viajó largo tiempo al sol y a la sombra, cantando su canción, a la busca del Eldorado. Pero llegó a viejo, el animoso caballero, y sobre su corazón cayó la noche porque en ninguna parte encontró la tierra del Eldorado. Y al fin, cuando le faltaron las fuerzas, pudo hallar una sombra peregrina.