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Actualizado: 4 de junio de 2025
Con fantásticos y vistosos trajes, naires de la India, montados en el cuello de aquellos gigantescos cuadrúpedos, los iban dirigiendo. Después aparecía lo más espantoso de aquella pompa. Montado en un soberbio alazán de Persia iba un domador de Ormuz, que llevaba a las ancas, en el mismo caballo y casi abrazado con él, un tigre domesticado.
No, señor... yo se lo tironeaba al principio... pero lo acabó de amansarlo un extranjero que trajeron de domador a la estancia de los Cabrales, ¿sabe?... aquel monte que se ve allá... ¿ve? Algún domador de escuela, ¿no? Yo no sé en qué escuela habría aprendido... ¡pero para domar como él!... ¿No sabía domar?
¿Quién ha de ser? El domador. ¡Ah! ¿Pero tú eres de aquí? Sí ¿Y no sabes pasar? Si no dices a nadie nada ya te pasaré. Yo también te traeré cerezas. ¿De dónde? Yo sé donde las hay. ¿Cómo te llamas? Martín, ¿y tú? Yo, Linda. Así se llamaba la perra del médico dijo poco galantemente Martín.
En el momento que hablaban apareció corriendo el domador, pensó sin duda en abalanzarse sobre Martín, pero comprendiendo que no le alcanzaría se vengó en la niña y le dió una bofetada brutal. La chiquilla cayó al suelo. Unas mujeres se interpusieron é impidieron al domador siguiera pegando a la pobre Linda. Tó lo has metido dentro, ¿verdad? gritó el domador en francés.
El príncipe siguió adelante, después de saludarla como á una señorita de su mundo. Estaba alegre esta mañana, y rió en su interior al pensar en lo que daría que hacer á los hombres, más adelante, este capullo de malicias y ambiciones. Luego se acordó de don Marcos y de lo que le había contado Atilio. ¡Pobre coronel! ¡Meterse, con sus años, á domador de fierecillas!...
El público vió al domador echando sangre, y se levantó despavorido y se dispuso a huir. No había peligro para los espectadores, pero un pánico absurdo hizo que todos se lanzasen atropelladamente a la salida; alguien, que luego no se supo quién fué, disparó un tiro contra el león, y en aquel momento insensato de fuga resultaron magullados y contusos varias mujeres y niños.
Dos loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos como polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del disparate. No hay compasión en sus rostros, ni blandura en sus manos, ni caridad en sus almas. De cuantos funcionarios ha podido inventar la tutela del Estado, ninguno es tan antipático como el domador de locos.
Palabra del Dia
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