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Actualizado: 4 de junio de 2025
El estilo frío era para las cartas: costumbres de gran señora, preocupaciones de dama que había corrido mucho mundo. Su molestia se trocaba en admiración. ¡Lo que sabe esta mujer! ¡Vaya un bicho de cuidao!... Y en su sonrisa asomaba una satisfacción profesional, un orgullo de domador que, al apreciar la fuerza de la fiera vencida, alaba su propia gloria.
Martín se enteró también de la llegada de los domadores con sus fieras enjauladas, y a la mañana siguiente, al levantarse, lo primero que hizo fué dirigirse al prado de Santa Ana. Comenzaba a salir el sol cuando llegó al campamento del domador. Uno de los carros era la casa de los saltimbanquis. Acababan de salir de dentro el domador, su mujer, un viejo, un chico y una chica.
Linda no protestó de la comparación; fué detrás de la entrada del circo, tiró de una lona, abrió un resquicio, y dijo a Martín: Anda, pasa. Se deslizó Martín y luego ella. ¿Cuando me darás las cerezas? preguntó la chica. Cuando esto se concluya iré a buscarlas. Martín se colocó entre el público. El espectáculo que ofrecía el domador de fieras era realmente repulsivo.
Todos creían que estaba destinado a morir en la plaza de una cornada, y esto mismo hacía que le aplaudiesen con entusiasmo homicida, con un interés bárbaro, semejante al del misántropo que seguía a un domador a todas partes esperando el momento de verle devorado por sus fieras.
Lo que siguió fué más agradable, la mujer del domador, vestida con un traje de lentejuelas, entró en la jaula del león, jugó con él, le hizo saltar y ponerse de pie, y después Linda dió dos o tres volatines y vino con un monillo vestido de rojo a quien obligó a hacer ejercicios acrobáticos. El espectáculo concluía. La gente se disponía a salir. Martín vió que el domador le miraba.
Sin duda se había fijado en él. Martín se adelantó a salir, y el domador le dijo: Espera, tú no has pagado. Ahora nos veremos. Te voy a echar los perros como al oso. Martín retrocedió espantado; el domador le contemplaba con una sonrisa feroz. Martín recordó el sitio por donde entró y empujando violentamente la lona la abrió y salió fuera de la barraca. El domador quedó chasqueado.
No podía Tellagorri, gaceta de la taberna de Arcale, quedar sin saber en seguida de qué se trataba; así que se presentó al momento en el lugar, seguido de Marqués. Trabó inmediatamente conversación con el jefe de la caravana, y después de varias preguntas y respuestas y de decir el hombre que era francés y domador de fieras, Tellagorri se lo llevó a la taberna de Arcale.
Pero alguien que estaba de espaldas parecía dominarlos con sus órdenes murmurantes, y le obedecieron al fin, bajando sus ojos para seguir en una actitud cohibida. Ulises se cansó pronto de este silencio. Empezaba á encontrar algo ridícula su actitud de domador. No sabía á quién dirigirse en un local donde todos rehuían sus miradas y su contacto.
Buscó una rendija entre las lonas para ver algo, pero no la pudo encontrar; se tendió en el suelo y estaba así con la cara junto a la tierra cuando se le acercó la chica haraposa del domador que tocaba la campanilla a la puerta. Eh, tú ¿qué haces ahí? Mirar dijo Martín. No se puede. ¿Y por qué no se puede? Porque no. Si no quédate ahí, ya verás si te pesca mi amo. ¿Y quién es tu amo?
Viendo semejante fracaso el domador, poseído de una rabiosa furia, entró en la jaula, mandó salir a la mujer y empezó a latigazos con el león.
Palabra del Dia
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