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Actualizado: 28 de mayo de 2025


Las otras bestias tenían igualmente su víctima viva y la paralizaban y devoraban, agitando sus cuerpos blanduchos, por los que hacía pasar la hinchazón nutritiva rayas y nubes de diversos colores. Ahora el guardián arrojó un cangrejo, pero en libertad, sin atadura alguna. Freya gritó de entusiasmo.

Devoraban los vecinos su rabia en silencio. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Vaya un modo de trabajar!... Aquel hombre parecía poseer con sus membrudos brazos dos varitas mágicas que lo transformaban todo al tocarlo. Diez semanas después de su llegada, aún no había salido de sus tierras media docena de veces.

Vivía como los lasquenetes mercenarios condenados a la muerte, que, en unas cuantas noches de orgía pantagruélica, devoraban el precio de su sangre.

A poco se nos agregó un hermano del poeta Pombo, librero de Bogotá, amateur botánico, que saludaba por su nombre, como antiguos conocidos, a los yuyos del camino. Iba a Chimbe, no a qué. Costábale trabajo seguirnos, porque nuestras mulitas devoraban la ruta. Con su paso igual y parejo, bajaban, subían, avanzando siempre con una rapidez que me asombraba.

Con la húmeda podredumbre de las úlceras, se pegaba a las sábanas el cuerpo del rey. Asquerosos insectos parásitos devoraban en vida su carne, y corrían bullendo por toda ella. Hedor insufrible llenaba aquel recinto. Cirios encendidos patentizaban su lobreguez y su tristeza. Le santificaban las más preciadas reliquias que para consuelo del rey se habían traído.

Su corazón se embrolló más y más, los grandes ojos negros del padre Aliaga le devoraban; no era ya la mirada indiferente y tranquila de antes la suya; había en ella inquietud, ansiedad, cólera... un mundo entero de pasiones. ¡Habéis dicho exclamó roncamente que la reina ama á ese caballero! ; , señor, y creo... creo tener pruebas... en fin... yo... averiguaré...

Sus padres no pudieron nunca hacer carrera con él: le metieron en el colegio para quitársele de encima, y hubieron de sacarle porque no dejaba allí cosa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos devoraban los libros para entenderlos, él los despedazaba para hacer balitas de papel, las cuales arrojaba disimuladamente y con singular tino a las narices del maestro.

Cuando la mañana avanzó, su soledad, en medio de las ansias que la devoraban, llegó a serle intolerable, y decidiose a llamar a su madre. Su ternura generosa había trepidado hasta entonces en hacerla participar de aquellas horas angustiosas. Pero sentía que perdía la cabeza. Informó, pues, a la señora de Latour-Mesnil de lo que pasaba, por medio de un billete que le envió con un expreso.

Frente á la chimenea, Guillermo II lucía uno de sus innumerables uniformes entre las rutilancias del marco dorado y esplendoroso. La casa parecía deshabitada. Gruesas cortinas, blandas alfombras, devoraban todos los ruidos. Había desaparecido la pesada introductora con la ligereza de un ser inmaterial, como tragada por la pared.

Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio!

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