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Actualizado: 11 de julio de 2025
La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el señor López Sánchez, obispo de la diócesis, fué la piedra de escándalo de la época. Su ilustrísima, despojándose de la mansedumbre sacerdotal, dejó desbordar su bilis hasta el extremo de abofetear al escribano real que le notificaba una providencia.
¡No es verdad, Paco; no me ha visto usted! Decía otro: Pilar, ¿dónde compra usted esos abanicos tan monísimos? Pilar prorrumpía en carcajadas. ¡Qué guasón! Y ¿dónde ha comprado usted aquel perro tan feo que llevaba usted hoy en el paseo? Feo, sí; pero gracioso. Confiéselo usted. Tales frases hacían desbordar la alegría de aquellos pechos juveniles.
Aun me odiaría más si supiera que los días más dichosos de mi vida son los que he pasado lejos de ella al lado de mi Germana y si yo le dijese que mi corazón está lleno de amor hasta los bordes, como esas copas que una gota más haría desbordar. Déjeme que la despida con buenas palabras. ¿Por qué no he de ir a abrirle mi corazón y a mostrarle que ya no queda sitio para ella?
Yo dejé correr en él la pluma con entera independencia, rechazando con horror, al trazar mi pintura, esa teoría perversa que ensancha el criterio de moralidad hasta desbordar las pasiones, ocultando de manera más o menos solapada la pérfida idea de hacer pasar por lícito todo lo que es agradable; mas confiésote de igual modo que, si no con espanto, con grave fastidio al menos, y hasta con cierta ira literaria, rechacé también aquel otro extremo contrario, propio de algunas conciencias timoratas que se empeñan en ver un peligro en dondequiera que aparece algo que deleita.
Esta es la ondulante Berenice cuya rica cabellera al arrastrarse por las ondas constituye otra onda; aquélla la pequeña Oritia, esposa de Eolo, que, al soplo de su compañero, pasea su urna blanca y pura, incierta, apenas afirmada por el delicado enredo de sus cabellos, que con frecuencia enlaza por debajo; más allá, Dionea, la llorona, parece una copa de alabastro que deja desbordar, en hilos cristalinos, espléndidas lágrimas.
La Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históricas, políticas y sociales; la Inglaterra, tan contemplativa de sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países, aquellos escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador americano se presentase ante ellos con un libro, para mostrarles, como Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han prosternado ante un fantasma, que han contemporizado con una sombra impotente, que han acatado un montón de basura, llamando a la estupidez, energía; a la ceguedad, talento; virtud, a la crápula, e intriga y diplomacia, a los más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible hacerlo, con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en la jurisprudencia de los hechos, con exposición lucida y animada, con elevación de sentimientos y con conocimiento profundo de los intereses de los pueblos y presentimiento, fundado en deducción lógica, de los bienes que sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en nuestro país e hicieron desbordar sobre otros... ¿no siente usted que el que tal hiciera podría presentarse en Europa con su libro en la mano, y decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al Times y a la Presse: ¡leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí vuestro hombre!, y hacer efectivo aquel ecce homo, tan mal señalado por los poderosos, al desprecio y al asco de los pueblos?
Y desde que el espíritu humano empezó en Europa a desbordar el dogma, lecho de Procusto en que lo mantenían las iglesias cristianas, todas las instituciones medioevales, políticas, económicas y sociales estuvieron condenadas a desaparecer o a transformarse en sentido democrático, según el rumbo de las concepciones filosóficas y la seducción permanente de aquellas primeras y gloriosas repúblicas de la antigüedad, que alumbraron los destinos de la especie humana con tan refulgentes resplandores de pensamiento, de belleza, de gracia y de libre energía creadora.
Sed patet experientiâ y contra experentiam negantem, fusilibus est argüendum, ¿entiendes? ¿Y no concibes tú, cabeza de filósofo, que se pueda faltar á clase y no saber la leccion al mismo tiempo? ¿Es que la no-asistencia implica necesariamente la ciencia? ¿Qué me dices, filosofastro? Este último mote fué la gota de agua que hizo desbordar la vasija.
¡Tengo tal placer en explayarme, en desbordar, en hablar como pienso y en pensar como me agrada ... ¡Oh! aquí respiro ... renazco. ¡Querida Herminia! Y es que usted no me turba absolutamente nada. Delante de mi tía no me atrevía á decir una palabra ... Con usted, las ideas me acuden naturalmente ... Y me parece que no soy tan imbécil como suponía el señor Bobart.... ¿Cómo?
Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!».
Palabra del Dia
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