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Nos entregan los vientos encerrados en un odre como el rey Eolo a Ulises: pudiéramos caminar por la vida sin fuertes tropiezos y llegar a la muerte sin graves desazones; pero nuestro egoísmo, nuestra imprudencia o nuestra curiosidad nos excita a desatar el odre. Entonces los vientos se precipitan fuera y nos arrastran al través de mil desgracias y conflictos.

En ellas habían colocado los antiguos á Eolo, señor de los vientos; en ellas está el Stromboli vomitando enormes bolas de lava, que estallan con un estrépito de trueno. Las escorias volcánicas vuelven á caer en las chimeneas del cráter ó ruedan por la pendiente de la montaña, sumiéndose en las olas.

El armada salió de aqueste puerto, En demanda del Rio de la Plata: Ningun piloto lleva que esté cierto A donde seguirá; mas ya desata A los vientos Eolo, y bien abierto Habiendo sus cavernas, disparata Con ellos por el aire de tal modo, Que parece acabarlo quiere todo.

Tan fragorosos eran los truenos, tan frecuentes los relámpagos, que ambos amantes juzgaron prudente retirarse cada cual a su cuarto, don Juan maldiciendo de Júpiter y de Eolo, y Cristeta, que ignoraba la Mitología, renegando de su mala estrella.

Esta es la ondulante Berenice cuya rica cabellera al arrastrarse por las ondas constituye otra onda; aquélla la pequeña Oritia, esposa de Eolo, que, al soplo de su compañero, pasea su urna blanca y pura, incierta, apenas afirmada por el delicado enredo de sus cabellos, que con frecuencia enlaza por debajo; más allá, Dionea, la llorona, parece una copa de alabastro que deja desbordar, en hilos cristalinos, espléndidas lágrimas.

En breve se encontró con el navio, Que estaba en una vuelta ya esperando: La noche se apresura, el viejo Apolo Nos huye, y viene airado el grande Eolo. En un punto vereis que se levanta Un sur tan riguroso, que atormenta Con su grave furor cualquiera planta, Y fuera del lugar propio la abrenta.

También Villamelón había visto algo; sentado de espaldas al escenario, en el fondo del palco, apoyada la pensadora cabeza en el débil tabiquillo y fijos los ojos en el techo, recibía de lleno el formidable soplo de aquel feísimo Eolo que, por detrás del carro de Febo, parece lanzar pulmonías y catarros sobre las calvas, vistas en proyección, de los melómanos faltos de pelo.

No se dirá que un noble se desarma voluntariamente porque le amenazan Eolo y Neptuno. Lo que haré será convocar sobre cubierta á la Guardia Blanca y aguardar con ella la buena ó mala suerte que el cielo nos depare. Pero ¿qué es aquello, maese Golvín? Por escasa que sea mi vista me parece no ser ésta la primera vez que contemplo aquellos dos promontorios, allá á la izquierda.

Al fin, como se sin una mano, Y el dolor que padece le atormenta, Volviendo las espaldas al cristiano, El resto de la pica al suelo abienta. Huyendo á gran priesa por el llano, Que ya no se le acuerda del afrenta; El otro, que se vió sin Pitum, solo, Aprieta con mas fuerza que el Eolo.