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Creí soñar todavía; me incorporé en el canapé donde había dormido, atendí con todo cuidado, y, en efecto, un atronador grito de viva el Rey hirió mis oídos, no dejándome duda de que el navío Santa Ana se estaba batiendo de nuevo. Salí fuera, y pude hacerme cargo de la situación.

Pero lo que no pude observar sin compadecerme fue el rostro de Enrique, que, pálido y sin poder apenas sostenerse, se apoyaba en la chimenea. La desesperación reflejábase en todas sus facciones, dejándome adivinar lo que pasaba en el alma de aquel desventurado joven. ¡Haberse herido por ella, por pasar un mes cerca de ella, y perder tanta ventura por un capricho!

Estás helado, pobre hijo mío me dijo, caliéntate, caliéntate. Esta pieza es fría; yo la prefiero sin embargo, porque al menos aquí se respira. ¿Y la salud de usted, padre mío? Así, así, ya lo ves. Y dejándome cerca de la chimenea, continuó á través de este inmenso salón, que estaba apenas iluminado por dos ó tres bujías, el paseo que al parecer había yo interrumpido.

Pero ya vamos bien; ¿no es eso? Y pronto estará muy guapo y muy alegre.... El niño contestó con una sonrisa, dejándome admirar la hermosura de sus ojos negros, muy brillantes y expresivos. Mientras Gabriela me servía, observé al chico. Era corcovado y tenía color de cadáver. Causóme dolorosa impresión la figura de aquel pobre niño enfermizo y lisiado.

En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Despidiéndose luego con un Adio, e buona fortuna, fray Antonio, el hombre de los secretos, se dio vuelta y se alejó, dejándome parado en el obscuro camino real.

Apuesto que estáis rabiando por saber quién es y cómo se llama; pero eso no lo he de mentar, porque mi señora madre y D. Paco me dijeron que si hablaba de esto antes de llegar la ocasión, me castigarían no dejándome montar en el potro. ¡Qué guapa es, señores!

También hizo como que se desabrochaba mi jubón para devolvérmelo, pero no bien le entregué su sayal apretó á correr otra vez, dejándome con lo puesto, que no es mucho que digamos. ¡Habrá tuno! ¡Y cómo se reía el bigardón! Roger escuchó el relato de aquellas lástimas con toda la seriedad que pudo.

Quise hablar, para dar mayor seguridad de que no era nada lo que había pasado, que la muñeca conservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de conocer una niña tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue posible. La chica murmuró confusamente un «muchas gracias», y se apresuró a cerrar la puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.

Hija, no te quejarás: ten presente que te fuiste de mala manera, dejándome sin una miga de pan en casa, sola, abandonada... ¡Vaya con la Nina!