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Iba á responder éste, acometido de súbita indignación, pero Quino, ilustre siempre por su prudencia, le sujetó por la manga de la camisa diciendo en voz baja: ¡Déjalo! ¡déjalo! Es peor. Se hicieron, pues, los suecos. Regalado prosiguió su monólogo que hacía volver la cabeza y sonreir á los que estaban cerca.

Bueno, déjalo dijo Melchor, en tono de broma, cada loco con su tema... y ya no faltan más que cinco minutos... ¿cargaron todo? Todo, , señor contestó Rufino. Ché, ¿y las boletas? Aquí están, niño. ¡Bueno, andando! dijo Melchor. El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.

Mire usted que temo que surjan algunas dificultades por parte de su padre.... Es un hombre metalizado.... Francamente, no quisiera sufrir un desaire.... La marquesa quedó pensativa algunos instantes. Déjalo de mi cuenta. Haré lo posible por arreglarlo.... Pero es necesario que me prometas no dar un paso sin consultarme. Es un negocio diplomático que hay que llevar con prudencia y habilidad.

En fin, ya hablaremos de eso... Déjalo a mi cuidado concluyó diciendo ella. Y él se lo dejaba de muy buena gana, fiando de su imaginación inagotable, de su voluntad y su audacia. Cuando se cansaron de hablar de lo porvenir volvieron los ojos al presente. Era necesario bautizar la niña. Habían resuelto que fuese al día siguiente. Ya hemos convenido en que la madrina fuese yo y el padrino .

Algún reparo podría ponerse, en buena lógica, a esta conclusión; pero la verdad es que entonces era legítima. que te quiero. ¡Más de lo que te figuras! ¡Mira que me figuro mucho!... Pues más aún...; pero el decirte semejante porquería es una indignidad que ese canalla me ha de pagar. Déjalo de mi cuenta, tonto. Vosotros no sabéis castigar esas cosas... Ya verás cómo yo tocarle en lo vivo.

Influía muchísimo en este aumento el recelo que Juanita tenía de perder a su desdeñado adorador, de que este acabase por sanar de su pasión desgraciada y de que al fin cediese a las insinuaciones o casi mandatos de su hija. Dice un precepto vulgar: «Lo que no quieras comer déjalo cocerPero apenas hay hembra que cumpla con tal precepto cuando se aplica a cosa de amores.

que lo estoy... y si he de decirte la verdad, no por qué... Estoy muy alegre y muy triste, las dos cosas a un tiempo. Hoy está tan feo el día.... Valiera más que no hubiese día, y que fuera noche siempre. No, no, déjalo como está. Noche y día, si Dios quiere que yo sepa al fin diferenciaros, ¡cuán feliz seré!... ¿Por qué nos detenemos? Estamos en un lugar peligroso.

Igualito es a su madre, ¿te acuerdas, Casilda, que Pilar era así?... Pero, aquí yo no veo motivo; el disgusto de esta mañana no pasó de una tontería; voy a subir. No, Pablo, ¿para qué? Déjalo solo; es mejor. Le dejaremos, pues; pero, hazme el favor de cambiarte de cara, Casilda. ¡Jesús! ¿por qué me lo dices? Me pareces muy preocupada, hija. Aprensión tuya, Pablo.

Su rostro adquirió luego una expresión de burla. Supongo que te habrá cantado alguna trova nueva y divertida. Ni nueva ni divertida. Me ha cantado lo de siempre... Pero me ha prometido no darme más jaqueca. ¡Déjalo, hija mía! exclamó haciendo un gesto desdeñoso. Déjalo que se desahogue... ¡Si á no me importa!

Entonces se oye gruñir, en el interior de la casa la voz profunda de Martín, que dice paternalmente, en tono de reproche: No hagas tonterías, Gertrudis; déjalo dormir. ¡Pero si no duerme! responde ella en el tono enfurruñado del niño a quien reprenden. Después la ventana se cierra y las voces se apagan.