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Actualizado: 11 de junio de 2025
Hace un momento llamaron a la puerta de entrada; corrí, con el corazón trémulo de alegría, y estuve a punto de abrazar al hombre que venía para ver el contador del gas... Dentro de una hora volverán a llamar y recibiré a un chico de telégrafos, que me entregará un despacho, siempre igual: «Imposible acudir tan pronto. Descorazonada. Ven a comer el jueves. Ternezas.
Me parecía ver a mi madre esperándome en la escalera con una espada de fuego... subí temblando... Tardé más de una hora en volver a mi cuarto, porque no andaba, sino que me arrastraba lentamente para no hacer ruido. Al fin, llegando a la alcoba, corrí a tu cama para confesártelo todo y no estabas allí. Figúrate cuál sería mi confusión.
Ese Villalonga es una gran persona, y Feijoo lo que se llama un caballero, y el Ministro también... ¿Sabéis quién me dio la noticia? Pues Leopoldo Montes, que está ahora en Gracia y Justicia. Corrí allá, y cuando el jefe del personal de catedrales me dijo que eran ciertos los toros, creí que me daba un desmayo.
Te hablo seriamente: hay temas de los que no debes hablar, y que no puedes comprender, porque eres demasiado joven. Colocó el cura su sombrero bajo el brazo y se alejó. Corrí sobre sus pasos y le grité desde la puerta: ¡Podéis decir todo cuanto queráis, pero conozco bien el amor; es lo más encantador que hay en el mundo! ¡Viva el amor!
Corrí a buscar una escalera, que arrastré hasta la ventana de la biblioteca, y con esfuerzos sobrehumanos conseguí levantarla y apoyarla sólidamente contra la pared.
Eugenia se asomó a ellos para ver pasar los coches que se dirigían a la Opera o al teatro Francés; de pronto lanzó Eugenia un grito, diciendo: «¡Mamá, ven, creo que veo a Alfonso!» Corrí a la ventana y le reconocí efectivamente: iba en un elegante cabriolé que él mismo guiaba, acompañado de otro joven: su aire era alegre y animado, lo cual me quitó gran parte del pesar que me oprimía; acababa de ver que estaba bien.
Hice todo el camino mascando cigarros, que, en mi turbación, me olvidaba siempre de encender... En cuanto llegué a casa, corrí al espejo. Enciendo todas las bujías, echo el cerrojo, cierro los postigos, me examino por delante, por detrás, y de perfil también, por medio de un espejo de mano.
Y tan intensamente me embebí en mi contemplación, que me llevé conmigo su imagen hermosa y entera, sin faltar un hilo de sus cabellos ni una ondulación de la seda que vestía su cuerpo y corrí a encerrarme con ella, alborozado, como el artista que en alguna obscura tienda, entre polvo y trastos, descubriese la Obra sublime de un Maestro perfecto. Y ¿por qué no confesarlo?
Debemos, pues, dar gracias de nuestra felicidad a Dios. ¿Me había yo engañado la noche antes? ¿Era en efecto feliz Amparo? ¿O era que tenía tanta fuerza, tanto poder para ocultar su sufrimiento como para soportarle? Nunca me pareció un día tan largo. Cuando nos separamos aquella noche ya bastante tarde, corrí a mi acechadero.
Y lo peor era que no había ido a almorzar, ni se sabía su paradero... «Tenemos que dar parte a la policía, para evitar que haga cualquier barbaridad. Yo pensé que habría venido aquí, y corrí desolada... ¿Dónde demonios estará? Ballester, por Dios, averígüelo usted y sáqueme de este conflicto.
Palabra del Dia
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